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Juan Rodríguez Garat Almirante (R)

La OTAN y la Unión Europea en la seguridad de Ceuta y Melilla (II)

Cualquiera que sea el apoyo que nos pudieran dar en un conflicto futuro, cada día nos defienden de nosotros mismos, de nuestra ingenuidad al evaluar los riesgos y de la convicción, todavía muy extendida, de que los ejércitos no son necesarios

Actualizada 04:30

Imaginemos un escenario de política-ficción. En un momento indeterminado del futuro, Marruecos se desestabiliza y se aleja de Occidente conservando, como el Irán de Jomeini, los vastos arsenales adquiridos en los EE.UU.

Es un escenario improbable, pero no imposible. Aún con las lógicas limitaciones que se derivarían de su aislamiento de la cadena logística norteamericana –que jamás apoyaría a un régimen fundamentalista– ese hipotético estado islámico dispondría de una fuerza considerable.

Bajo el disfraz de la religión, los nuevos líderes de ese Marruecos radicalizado –que, con toda probabilidad, no llegará a existir– esconderían un nacionalismo agresivo idéntico al que hoy anima a la Rusia de Putin.

La historia tiene sus constantes y una de ellas es la que exige a los dictadores legitimar su oficio –y domar a su pueblo– buscando enemigos en el exterior que justifiquen su liderazgo, elevado a la categoría de providencial. ¿No suena conocido?

Imaginemos que, apelando a una versión manipulada de la historia y a la fe religiosa, a los derechos de los ciudadanos de etnia marroquí en tierra española o a la amenaza que para su país suponen los carros Leopard desplegados en las ciudades autónomas –pretextos de manual, como los empleados por Putin en Ucrania– el irreflexivo dictador del hipotético estado semifallido en que se ha convertido el reino de Marruecos da la orden a sus tropas de cruzar las fronteras de Ceuta y Melilla y apoderarse de las otras plazas de soberanía.

Pongámonos en lo peor: Rusia, todavía en guerra con Ucrania –donde la cosa va para largo– y dispuesta a apoyar cualquier causa que pueda desequilibrar a Occidente, veta toda respuesta del Consejo de Seguridad de la ONU a la agresión marroquí. En una situación así, ¿qué cabría esperar de la comunidad internacional? ¿Podemos considerar a nuestros aliados como una segunda línea de defensa?

Los aliados de España

El papel de la OTAN en la defensa de Ceuta y Melilla se ha debatido hasta la saciedad. Hay a quien le gusta poner el foco en que el artículo 5 del Tratado de Washington, redactado hace más de siete décadas, no se aplica a la España norteafricana. La omisión es cierta y comprobable pero, como ha repetido a menudo el secretario general de la Alianza Atlántica, el análisis que se hace de ella suele ser equivocado.

Asegura Stoltenberg que la OTAN defenderá cada centímetro cuadrado de tierra aliada, donde quiera que esté. Pero luego matiza: el apoyo que las naciones de la Alianza darán al país agredido –ya sea por la vía aparentemente automática del Artículo 5 o por la del acuerdo de los aliados que resulta del mecanismo de consultas que, sin límites geográficos, establece el Artículo 4– será siempre una decisión política de los gobiernos aliados, cada uno de los cuales, en puridad, solo está obligado a adoptar «de forma individual y de acuerdo con las otras Partes las medidas que juzgue necesarias».

Asegura Stoltenberg que la OTAN defenderá cada centímetro cuadrado de tierra aliada, donde quiera que esté

No merece la pena insistir en lo dicho por el secretario general, que parece suficientemente claro a la vista del texto del tratado y, aún más, del Concepto Estratégico recientemente aprobado en Madrid, que reitera el compromiso de los aliados de «defenderse unos a otros de todas las amenazas, no importa de donde procedan». Me parece más útil intentar poner los pies en el suelo y ver el problema militar desde el punto de vista del otro lado, desde la perspectiva de Marruecos.

Creo recordar que fue en el año 1993 cuando el Reino Unido publicó un Libro Blanco de la Defensa en el que contemplaba el despliegue de una compañía de fusileros reales en Gibraltar para «disuadir a cualquier posible agresor». En aquellas fechas, yo me encontraba haciendo el Curso de Estado Mayor en la Escuela Real de Greenwich. Cuando se nos pidió analizar el documento, medio en broma y medio en serio, insistí en que el argumento era ofensivo para España por dos buenas razones.

En primer lugar, porque sugería que teníamos intención de utilizar la fuerza para recuperar el Peñón. ¿En qué otro agresor podían estar pensando?

En segundo lugar, porque una compañía de fusileros, por muy royal que fueran, parecía insultantemente escasa si el objetivo era disuadir al Ejército español. La respuesta de los instructores a esta segunda cuestión, más importante que la primera, se antoja obvia. Pero la recordaré para el lector: no es la compañía de fusiles la que disuade, sino la guerra contra el Reino Unido que inevitablemente resultaría de las acciones para neutralizarla.

¿Por qué recordar esta discusión académica? En primer lugar, porque contribuye a explicar por qué la OTAN no puede añadir a su tratado fundacional ese insultante «y Ceuta y Melilla» que algunos quizá esperaban.

Pero hay otra razón mucho más importante. A pesar de lo que algunos parecen creer, un ataque militar de Marruecos a las ciudades autónomas no daría lugar a un conflicto colonial en un campo de batalla alejado de todo y de todos, como el de las Malvinas.

Inevitablemente, la invasión de Ceuta u Melilla a sangre y fuego resultaría en una guerra con España, en la que nuestro territorio peninsular e insular, nuestros buques en la mar y nuestros aviones sobrevolando el Mediterráneo o el Atlántico sí estarían protegidos por el Tratado de Washington. ¿Cómo puede combatir Marruecos sin vulnerar los límites? ¿Y qué decir de nuestras bases de Rota y Morón, que albergan unidades militares de los EE.UU.?

Pocas dudas hay, pues, de la actitud de la Alianza Atlántica. Y aún menos de la postura de la Unión Europea, obligada por el artículo 42.7 del Tratado de Lisboa que establece que «si un país de la UE es víctima de una agresión armada en su territorio, los demás países de la UE tienen la obligación de ayudarle y asistirle con todos los medios a su alcance». Un compromiso, en papeles, mucho más exigente que el de la Alianza Atlántica –habla de todos los medios, y no solo de los que cada gobierno juzgue necesarios– pero que se ve debilitado por la propia naturaleza de la Unión, orientada preferentemente a la acción política, y por su limitado músculo militar.

Habrá entre los lectores quienes desconfíen de estos compromisos, y están en su derecho. Pero no es nuestra confianza lo que les da valor disuasorio, sino la percepción que de ellos tenga el liderazgo marroquí. Y es bueno recordar que, teniendo en cuenta lo mucho que está en juego, la incertidumbre también disuade.

¿Tiene Putin la certeza de que la invasión a alguno de los países bálticos va a provocar una guerra con la OTAN, quizá indecisa ante la posibilidad de provocar un holocausto nuclear? ¿Tiene la seguridad de que un ataque a Londres, su verdadera némesis, provocará una respuesta militar de los EE.UU. que podría terminar con Washington arrasado? Desde luego que no. Pero, por si acaso, se abstendrá de intentarlo y, si son victorias lo que necesita para reforzar su poder, preferirá buscarlas en otros países donde no exista el mismo riesgo.

Los límites de la amistad

La incertidumbre disuade pero, como es obvio, bastante menos que la certeza. Por eso, la OTAN despliega preventivamente contingentes de los países aliados en Estonia, Letonia o Lituania.

En ausencia de esas poderosas señales, la ambigüedad inherente a los análisis geoestratégicos deja casi siempre margen para errores de percepción que, en ocasiones, causan guerras. Galtieri, Milosevic y Sadam Hussein son buenos ejemplos de líderes que, valorando de forma equivocada la situación política, pensaron que podrían salirse con la suya. Esperemos que, dentro de algunas décadas, podamos incluir en esta lista al propio Putin, pero… ¿y si un líder tan agresivo como el ruso se hace con el poder en Marruecos y comete el mismo error?

Tengamos por cierto que si, por improbable que hoy nos pueda parecer, un Marruecos radicalizado decidiera atacar Ceuta o Melilla, tanto la Alianza Atlántica como la UE apoyarían a España. Pero, no siendo un enemigo de todos –como sería el caso de Rusia– no es probable que sean los soldados de otros países los que defiendan la tierra española en el norte de África. Quizá nos presten el fogón y nos suministren el carbón. Quizá nos proporcionen los clásicos cucuruchos de papel en que suelen envolverse para la venta, pero nadie va a sacarnos las castañas del fuego.

Y esta realidad, por remota que nos pueda parecer, nos obliga a considerar con la más absoluta seriedad lo que en los documentos oficiales destinados al público español suele denominarse «amenaza no compartida», a la que, si El Debate sigue interesado, dedicaré un próximo artículo.

La segunda línea de defensa

Antes de dar por concluida esta reflexión, permita el lector que esboce mi respuesta a un interrogante que ya he planteado y que merece la pena clarificar. A pesar de las legítimas dudas sobre la eficacia de los mecanismos de disuasión, a pesar de que nadie va a desplegar a sus soldados para defender Ceuta y Melilla, ¿son de verdad nuestros aliados la segunda línea de defensa de la España norteafricana?

Cada uno puede tener su propia respuesta, pero la mía es claramente afirmativa. Porque, con ser importante, nuestros aliados no solo nos aportan el poder disuasorio de la Alianza Atlántica o el prestigio político de la Unión Europea. Cualquiera que sea el apoyo que nos pudieran dar en un conflicto futuro, cada día nos defienden de nosotros mismos, de nuestra ingenuidad al evaluar los riesgos y de la convicción, todavía muy extendida en amplios sectores de la sociedad española, de que los ejércitos no son necesarios porque –al parecer menos nosotros, incorregibles militaristas– ¡todo el mundo es bueno!

Nuestros aliados no nos sacarán las castañas del fuego en el norte de África, pero lo que alcancemos a crear con ese 2 % del PIB que, con la fuerza de la razón, nos van a obligar a invertir en nuestra defensa, será lo que permita que seamos nosotros mismos quienes lo hagamos sin correr el riesgo de quemarnos los dedos.

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