Putin cumple 25 años al frente de Rusia en medio de la invasión contra Ucrania y una implacable represión interna
El líder ruso quiere pasar a la historia como el mandatario que devolvió el orgullo imperial a los rusos, humillados tras la caída de la Unión Soviética
El presidente ruso, Vladímir Putin, cumple este martes 25 años al frente de Rusia, un cuarto de siglo en el que ha eliminado a todos sus enemigos, declarado varias guerras, anexionado territorios como la península ucraniana de Crimea en 2014 y cuatro regiones al sureste de Ucrania.
«Nos hemos alejado del borde del precipicio», aseguró Putin en alusión a la situación en la que se encontraba Rusia cuando Boris Yeltsin le cedió el poder un 31 de diciembre de 1999.
Reelegido en marzo pasado por otro mandato de seis años, ya ha encontrado su lugar en la historia. Putin quiere ser recordado como el mandatario que devolvió el orgullo imperial a los rusos, humillados tras la caída de la Unión Soviética en 1991.
Al parecer, un imperio no puede ser una democracia, pero la paciencia de los rusos tiene un límite que está siendo puesto a prueba en la dura batalla por controlar Ucrania, una vara de medir la fina línea que separa el éxito del fracaso para el jefe del Kremlin.
Un zar nacionalista
Como si de un zar se tratara, Putin ha ejercido en estos 25 años el absolutismo más despiadado en política; mostrando una fe ciega en la Iglesia Ortodoxa –Rusia es la nueva reserva moral ante el liberalismo estéril– y promoviendo la ideología nacionalista mesiánica del mundo ruso.
Si en sus primeros años se dejaba aconsejar, a partir de 2012 –justo después de la muerte del libio Muamar el Gadafi– instauró un régimen personalista en el que él tiene siempre la última palabra.
Las decisiones colegiadas, que caracterizaban al Comité Central y al Politburó en tiempos soviéticos, han sido sustituidas por un Consejo de Seguridad en el que no cabe el disenso. El partido del Kremlin y el Parlamento son meros comparsas.
Con la reforma constitucional, que le permite perpetuarse en el poder hasta 2036, cruzó un Rubicón en el que ya no hay marcha atrás. Putin se apoya en la Iglesia para convencer al pueblo de que tiene un mandato cuasi divino, como los zares.
Esta situación se acentuó durante la pandemia del coronavirus. Encerrado con los mapas de la Rusia imperial en su búnker, únicamente unos pocos asesores podían recibir audiencia. El resultado fue la primera invasión de un país europeo desde la II Guerra Mundial.
Expansionismo imperial
La apresurada retirada estadounidense de Afganistán fijó la idea en Putin que Occidente había alcanzado su punto más bajo. El regreso de los talibanes al poder le convenció de que ni Estados Unidos ni los europeos intervendrían militarmente en Ucrania, pero en parte se equivocó.
Putin se creyó los erróneos informes de sus servicios de inteligencia de que Ucrania caería en tres días, ya que el presidente, Volodímir Zelenski, huiría tras el primer disparo.
Cuando la canciller Angela Merkel hablaba de que su colega ruso había perdido el sentido de la realidad, se refería exactamente a eso. Sus reuniones con los mandatarios extranjeros en Moscú parecían más lecciones de historia, por supuesto, una historia reescrita por el Kremlin.
A Putin le gusta decir que el frente no solo pasa por Ucrania, sino también por la cultura, la educación, la economía y la tecnología rusas. Y es que, con la ayuda de sus colegas del antiguo KGB, también ha declarado la guerra a su pueblo.
Es decir, a los opositores como Navalni; a los escritores como Akunin; a los artistas, periodistas, activistas y científicos no suficientemente patrióticos; y a todos los jóvenes que no quieren combatir en el país vecino.
Es una nueva revolución cultural en la que la nueva élite, los auténticos héroes, no son los proletarios, sino los veteranos de la guerra de Ucrania, aquellos que creen a pies juntillas que Rusia es una nación elegida y tiene un destino manifiesto como EE.UU.
Agotamiento del sistema
No obstante, lo ocurrido el pasado 8 de diciembre en Siria ha demostrado que todos los regímenes autoritarios, independientemente de su brutalidad, tienen los pies de barro.
El exilio en Rusia del líder sirio Bashar Al Assad es una confirmación de la derrota de la visión geopolítica de Putin, obsesionado con poner punto y final a la hegemonía occidental en todos los continentes, pero incapaz de combatir en dos frentes al mismo tiempo.
La guerra relámpago en Ucrania se ha convertido en una sangría de hombres y recursos, que ha puesto de manifiesto que Rusia, aunque sea capaz de producir misiles hipersónicos, es un país tecnológicamente atrasado y lastrado por la corrupción en la cúpula de su Ejército.
El jefe del Grupo Wagner, Yevgueni Prigozhin, lo entendió e intentó darle un vuelco a la situación con una sublevación armada, que despertó del letargo a muchos rusos, pero le costó la vida.
Los servicios secretos rusos, la columna vertebral del régimen, acumulan errores. Del atentado islamista que costó la vida a 145 personas en marzo pasamos al reciente asesinato en plena calle del general encargado de la defensa química y biológica, que desató la cólera de Putin.