José María Gil-Robles (1935-2023)
Demócrata y europeísta
Los dos años y medio de su mandato como presidente del Parlamento Europeo fueron una suma de avances considerables en la construcción política de nuestro continente
José María Gil-Robles y Gil-Delgado
En 1989, y con motivo de la refundación del Partido Popular, Marcelino Oreja ofreció a José María Gil-Robles acompañarle en la lista de las elecciones al Parlamento Europeo que se celebraron aquel mes de junio. Desde el momento en que fue elegido, Gil-Robles se encontró como pez en el agua en aquel Parlamento que comenzaba a adquirir peso político.
Hay personas que dejan su impronta. No por lo que fueron o lo que lograron sino por cómo lo hicieron y lograron. José María Gil-Robles, quien nos ha dejado para acudir a la llamada del Señor, era uno de esos pocos que perdurarán en el recuerdo de los demás por su manera de ser y estar en la vida.
Gil-Robles perteneció a una generación marcada por la contienda civil. Hijo primogénito de uno de los más destacados líderes de la Cortes de la República, que tuvo la fortuna de librarse del trágico destino del que no se libró José Calvo-Sotelo, sus primeros años transcurrieron en el exilio, acompañando a su padre, al que admiraba profundamente. Demócrata de la primera hora, participante en el Congreso del Movimiento Europeo celebrado en Munich, José María abogó desde muy pronto por la reconciliación en una España democrática, lo que le costó no pocos sinsabores e incomprensiones.
Siguiendo la tradición de su abuelo Enrique Gil y Robles, catedrático de derecho político en la Universidad de Salamanca, José María fue un excelente jurista, tanto en la Universidad, donde llegó a ocupar una cátedra Jean Monnet, como en las Cortes, a cuyo cuerpo de letrados pertenecía por oposición, o en el ejercicio profesional, en el que participó muy activamente hasta el último día.
En los albores de nuestra democracia, un reputado sociólogo de Yale aventuró que la situación española tras las elecciones de junio de 1977 sería muy similar a la italiana, pivotando en torno a un gran partido demócrata-cristiano en la derecha y un gran partido comunista en el espectro de la izquierda. Puestas así las cosas, parecía que el denominado Equipo de La Democracia Cristiana del Estado Español tenía mucha papeletas para llegar al Gobierno.
El pronóstico falló porque al equipo, en el que los Gil-Robles tenían un papel protagonista, cosechó tan pocas papeletas en las mesas electorales que no obtuvo escaño y sí tuvo que cargar con las deudas de aquella campaña. El patriarca de la familia falleció pocos años después y su hijo se mantuvo muy activo en conferencias, reuniones y asociaciones –porque quien siente la política como un deber cívico no se retira jamás– aunque sin ejercer cargo representativo alguno.
En 1989, y con motivo de la refundación del Partido Popular, Marcelino Oreja ofreció a José María Gil-Robles acompañarle en la lista de las elecciones al Parlamento Europeo que se celebraron aquel mes de junio. Desde el momento en que fue elegido, Gil-Robles se encontró como pez en el agua en aquel Parlamento que comenzaba a adquirir peso político. A ello contribuyó Gil-Robles gracias a su formación de jurista, a su experiencia como constitucionalista y a sus buenas relaciones con otras fuerzas políticas. De ahí que en apenas unos años se convirtiera en uno de los diputados de mayor prestigio de la Cámara, lo que propició su elección como presidente en 1997. Los dos años y medio de su mandato fueron una suma de avances considerables en la construcción política de nuestro continente: el tratado de Ámsterdam, el lanzamiento del euro la respuesta europea al terrorismo de ETA, entre otras mucha iniciativas, llevan la firma de Gil-Robles como hacedor, muchas veces en la sombra. Antes me referí a su impronta en aquella manera, que le era propia, de hacer las cosas: Gil-Robles huía de los protagonismos, de los fuegos artificiales, tan buscados por algunos políticos; ejercía una especie de fuerza tranquila basada en la autoridad del conocimiento y la persuasión de sus convicciones.
Cuando entré en el Parlamento en 1992, José María se convirtió en mi mentor. Me llevó con él a muy diferentes reuniones, me dio consejos útiles e inteligentes, dejó que me equivocase por mi cuenta y me apoyó siempre que lo necesité. Alguna vez me pareció intuir bajo su tupida barba una sonrisa de satisfacción por los progresos de su pupilo; incluso confió en mí para sucederle al frente del Intergrupo Cuarto Mundo, donde volcaba buena parte de sus inquietudes para ayudar a los más desfavorecidos.
José María dejó el Parlamento Europeo en las elecciones de 2004 pero seguimos en contacto muy estrecho para hacer cosas en favor de Europa, la pasión que compartíamos. Porque si tengo que definir con una sola palabra a José María Gil-Robles, no dudo en acudir a su acendrado europeísmo. Un europeísmo de convicción, realista y pragmático, que pudo desarrollar durante años al frente del Movimiento Europeo o de la Fundación Jean Monnet. Hombre de fe y de familia, tuve la fortuna de compartir con los cuatro hijos que tuvo con Mumi y con sus doce nietos, sus últimos días, tras el ictus que sufrió una semana antes. También con Rosario y con su hermano Álvaro, siempre tan presentes.
El mismo lunes le visité en el hospital; comprendí que el final se acercaba y le di un beso en la frente. Y entonces, lo vi. Ahí estaba, en la mesilla, el crucifijo que Marcelino Oreja Elóseguí regaló a su padre en 1934 y que iba a acompañar a su hijo en sus últimos instantes.
En el reverso del crucifijo, Oreja había hecho grabar el versículo 35 del capítulo VI del evangelio de San Lucas: «Empero vosotros, amad a vuestro enemigos, haced el bien y prestad sin esperanza de recibir nada por ello y será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo porque Él es bueno aun para los ingratos y malos.»
Comprendí al instante que aquellas palabras habían guiado la vida de José María Gil-Robles. Y estoy seguro que hoy estará gozando de la recompensa prometida.