Fundado en 1910
Carter negro

Jimmy CarterAFP

Jimmy Carter (1924-2024)

Un buen expresidente de Estados Unidos

Su indecisión en política exterior, certificada por reveses estratégicos y humillaciones, y su incapacidad para atenuar la crisis económica lastraron el relato de la regeneración moral

Carter negro
Nació el 1 de octubre de 1924 en Plains (Georgia), donde falleció el 29 de diciembre de 2024

James Earl Carter Jr.

Expresidente de EE.UU.

Gobernador de Georgia entre 1971 y 1975, presidente de Estados Unidos entre 1977 y 1981, fue el primer inquilino de la Casa Blanca en llegar al siglo de existencia.

Jimmy Carter fue un buen expresidente de Estados Unidos porque tras su salida de la Casa Blanca por la puerta trasera se forjó una reputación como mediador de conflictos y de verificador de procesos electorales a lo largo y ancho del planeta, pese a que de los registros de esa actividad se desprenden tanto éxitos como chapuzas: véase, entre estas últimas, su ineficiente actuación en Venezuela durante los comicios celebrados a raíz de la muerte de Hugo Chávez. Mas la fundación a la que dio su nombre también intervino en los ámbitos humanitario y sanitario, pudiéndose jactar, por ejemplo, de haber contribuido a la erradicación de una enfermedad tropical poco conocida, como es la dracunculosis. Una labor, en todo caso, reconocida en 2002 con la concesión del Premio Nobel de la Paz y que fue de utilidad para atenuar el mal recuerdo dejado por los cuatro años en los que rigió los destinos de Estados Unidos.

Sobre todo, porque las expectativas levantadas tras su elección en 1976 fueron inmensas. Como escribe Stephen Graubard en Presidents, «el país, que aún padecía el trauma de Vietnam y la desilusión del Watergate, acogería con casi total seguridad a un candidato que pudiera afirmar con sinceridad que no está implicado en ninguno de los dos casos, que prometiera la política de una época más inocente en la que los insiders de Washington no dirigirían el país».

Quién mejor para llevar a cabo esta normalización que un representante de la América profunda, fiel creyente bautista, poseedor de una impecable hoja de servicios en la Armada en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial y artífice del despegue del negocio familiar de transformación de cacahuetes. Por si fuera poco, su relato también estaba configurado por una infancia pasada en una casa en la que no había luz ni agua corriente y por una vida familiar irreprochable, a diferencia de los dos últimos presidentes demócratas, John Fitzgerald Kennedy y Lyndon Baines Johnson.

Unas credenciales que le permitieron vencer en las primarias a primeros espadas del Partido Demócrata como Lloyd Bentsen o Sargent Shriver –este último, además, era cuñado de Kennedy—, muy curtidos como insiders. Carter, por el contrario, representaba algo distinto, empezando por una muy cuidada imagen de ciudadano normal, pese a que había sido gobernador de Georgia y miembro de su asamblea estatal. Tras superar la prueba de las primarias de Nuevo Hampshire, y con la ayuda de la prensa, su candidatura se disparó para no recaer.

La siguiente etapa era el enfrentamiento directo con el presidente saliente, Gerald Ford. Como ambos eran pésimos comunicadores, la cuestión era saber quién metería más la pata en el primer debate televisivo en 16 años. Carter partía con la desventaja de una desastrosa entrevista a Playboy —en la que confesó que miraba a las mujeres «lujuria en el corazón»—, si bien fue Ford quien hundió a sí mismo afirmando que «no existía dominación soviética en Europa Oriental». Fue un punto de inflexión a partir del cual Carter optó por la prudencia, sin posicionamientos radicales en los asuntos más polémicos —aborto, temática racial, economía—, limitándose a preocupaciones genéricas sobre, sin ir más lejos, el asunto de la vivienda pública.

Una estrategia que fue premiada con una victoria no tan holgada como hubiera cabido esperar: Carter ganó por 40.8 millones de votos populares frente a los 39.1 de su contrincante y por 297 votos electorales frente a 240, el margen más estrecho desde 1916. Nada preocupante, en principio, pues los demócratas conservaban una cómoda mayoría en el Senado y en la Cámara de Representantes.

Este escenario, sin embargo, dio pie al primer error mayúsculo de un Carter demasiado seguro de sí mismo y rodeado en la Casa Blanca, salvo excepciones como la de Zbigniew Brzezinski, de asesores georgianos poco curtidos con los códigos que vertebran la práctica del poder en Washington: no supo entenderse con los líderes del Congreso. Es la razón por la cual su plan de estimulación económica fue vaciado de contenido en el Capitolio. A lo que se sumó su incapacidad para yugular la crisis, plasmada en una inflación superior al 9 % en 1978 y una crisis de abastecimiento de gasolina al año siguiente que a punto estuvo de paralizar el país. El presidente nunca recuperó la popularidad después de estos episodios.

Carter, en cambio, obtuvo dos indiscutibles éxitos en el plano internacional. El primero fue la resolución definitiva del caso del Canal de Panamá, que fue devuelto al país centroamericano en 1999. El segundo fue la firma de los Acuerdos de Camp David en 1979 entre Egipto e Israel, primero de los dos únicos tratados de paz con carácter duradero en Oriente Medio (el segundo fue el suscrito por el Estado hebreo y Jordania en 1994). También fue logro de Carter el reconocimiento irreversible de China popular en 1979.

Pero estos momentos de gloria fueron pronto diluidos por graves errores de apreciación. En relación con la Unión Soviética, Carter negoció el Tratado Salt II, que fijaba la paridad atómica con Moscú. Mas Leonidas Brejnev replicó aumentando considerablemente el gasto en armamento convencional e invadiendo Afganistán a finales de 1979, acontecimiento frente al que Carter solo pudo exhibir indecisión e impotencia: el boicot a las Olimpiadas de Moscú apenas tuvo incidencia.

Lo mismo ocurrió en lo tocante a Irán, dejando caer al Sha, en un ejercicio de gran cinismo diplomático —había celebrado con él la Nochevieja de 1977—, sin medir lo que vendría después, pese a la información de inteligencia de la que disponía. Lo pagó bien caro: de entrada, con la crisis de los rehenes de la embajada norteamericana en Teherán, motivada por haber dejado entrar al derrocado soberano en Estados Unidos para recibir tratamiento médico.

Fue, probablemente, la mayor humillación sufrida por la primera potencia mundial en un conflicto no militar y reventó, sin posibilidad de recuperación, su posibilidad de reelección. A la humillación se sumó el ridículo de la operación aerotransportada para intentar rescatar a los rehenes: la imagen de los helicópteros norteamericanos estrellados en el desierto iraní fue devastadora. Demasiadas cosas como para que Carter no fuese barrido por Ronald Reagan en las urnas.

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