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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Rectitud

En aquellos tiempos, el ingenio derrotaba a los prejuicios. Hoy, la homosexualidad no solo no está vetada, sino inducida y patrocinada

Actualizada 03:36

Don Manuel Azaña, tres veces presidente del Gobierno y presidente de la República Española, fue un gran escritor, un malvado compañero cotilla, un soso envidioso, un inteligente memorialista desmemoriado y un político pésimo y sobrevalorado. Eso sí, nadie le puede negar su patriotismo, que empezó a surgir de su pensamiento y palabra cuando intuyó el desastre de la derrota. «Franco no se rebeló contra la República. Lo hizo contra la chusma que se había apoderado de ella». Azaña, educado por los Agustinos, recelaba de la chusma, del miliciano y del comunista. No se impuso por su indolencia y susto, y pasó la frontera por los Pirineos cuando casi todo estaba perdido para el Ejército republicano en la Guerra Civil. En el despacho de José María Aznar, se guardó durante un tiempo el guion con la fea y efímera bandera tricolor que le acompañó hasta la frontera. Federico Jiménez Losantos, en su libro sobre Azaña, describe la urgencia obsesiva de algún general del Ejército Nacional, de cruzar la frontera para asesinar al político vencido. No cuenta que fue Franco el que impidió tajantemente el plan. «No conviertan en un héroe a un cobarde».

Jaime Campmany, que era republicano, escribió en Arriba un divertido comentario referente a Azaña del doctor don Gregorio Marañón, republicano también. «Manuel Azaña mantenía muy discretamente y dentro del ámbito privado, sus amores con Cipriano Rivas Cherif, y hasta se casó con su hermana para disimularlos».

Y le nombró jefe de Protocolo.

Gracias a Marino Gómez Santos sé que en algún periódico, por errata o malevolencia, apareció que lo había nombrado «jefe de Protoculo».

Pérez de Ayala se lo contó a Marañón, y Marañón comentó: «A veces, el camino más corto para llegar a un alto cargo es el recto».

Manuel Verdugo, en los años sesenta, poeta tinerfeño y profesor de Literatura, fue el primero en asomar la cabeza del interior del armario para combatir el rechazo oficial a la homosexualidad en aquellos tiempos. Verdugo recitó a sus alumnos de un colegio religioso en La Laguna un epigrama de su autoría en el que camuflaba con sabiduría y tino su verdadera intención. Un camuflaje perfecto, de imposible censura por el doble sentido de su mensaje.

Si el hombre busca, imperfecto,
​La perfección alcanzar,
​El buen camino es el recto
​¡Y por él debe tomar!

Un valiente defensor de la «rectitud» fue el ingeniosísimo hijo de Edgar Neville, Rafael Neville, que exhibía sus querencias con absoluta libertad. Fue multado en varias ocasiones por el exceso de su exhibicionismo bamboleante. Paseaba por Cádiz moviendo mucho las caderas, y rodeó un andamio sobre el que trabajaban dos albañiles. Uno de ellos, al sospechar de los movimientos gráciles y frágiles de Rafaelito –así le decían sus familiares y amigos–, le soltó la típica y tópica grosería:

–¡Adiós, maricón!

A lo que Rafaelito respondió al momento: 

–¡Adiós, arquitecto!

Marañón, don Gregorio, resolvió en un ensayo que don Juan Tenorio, fuera el de Tirso de Molina o el de José Zorrilla, representaba la figura del homosexual compulsivo que seducía a las mujeres para calmar sus preferencias del amor con hombres. Mi señor abuelo, don Pedro Muñoz-Seca, en su comedia La Plasmatoria, resucita por medio de un artefacto científico que recupera los ayeres a don Juan Tenorio, y éste, nada más aparecer en escena, se dirige al público y pregunta: «¿Alguno de ustedes me puede indicar dónde vive Marañón?»

En aquellos tiempos, el ingenio derrotaba a los prejuicios. Hoy, la homosexualidad no solo no está vetada, sino inducida y patrocinada. Lo de Marlasca e Iceta sinceramente, no tiene mérito.

La «rectitud», hoy por hoy, es excesivamente vulgar.

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