Todos somos transportistas de ultraderecha
Tenemos que apoyarles porque desafían a un horrible Gobierno por el bien de todos. Y si escasea el papel higiénico, es buen momento para suscribirse al Gara
Usted quizá no lo sepa, pero es camionero. Sánchez sí lo sabe, y por eso ha movilizado a dos de sus floreros, la ministra de no sé qué y la ministra de no sé cuántos, a llamarles ultraderechistas.
Intenta Pedrito, con esa soflama burda, que a usted le dé apuro sumarse a la protesta, aunque tenga las mismas razones que ellos y deba estarles agradecido por haber dado el paso.
Pero quizá no lo haga por el temor a que le llamen facha y le delaten ante la policía política del régimen, ese incipiente proyecto sanchista de reeducación que tanto rememora los usos soviéticos de Stalin narrados con apabullante precisión por el poeta y escritor siberiano Vitali Shentalinski en su imprescindible obra Denuncia contra Sócrates.
Pudiera pensarse que a este Gobierno le pasa con Franco como a Hiro Onoda con la Segunda Guerra Mundial: el tío, lugarteniente de la aviación japonesa, se refugió en la selva de Filipinas durante 29 años y desde allí siguió combatiendo a un enemigo ya imaginario: solo en 1974, tal vez harto del sushi de Manila, aceptó la capitulación.
Algo de eso tienen el batallón de maquis y partisanos que juegan aún hoy a la Guerra Civil, como otros lo hacen al paintball, disfrazándose de soldados de Durruti para bajar de una montaña mágica a pelear contra fantasmas sin percatarse de que, quienes ahora de verdad dan miedo, son ellos.
Pero hay algo más que el mero delirio ideológico y la simple utilización del maniqueísmo como herramienta de división y movilización: se trata de estigmatizar rápido al único colectivo que, en estos tiempos peligrosos, de hegemonía del poder absoluto y de degradación del sentido crítico, se ha atrevido a dar el paso de salir a la calle sin el permiso de los sindicatos, de La Sexta y de ese búnker tiránico llamado Moncloa que se cree el Acorazado Potemkin.
Porque el Gobierno chulísimo está acobardado como Bruce Ismay, el armador del Titanic que se salvó de su naufragio saltando a una barca reservada a mujeres y niños: sabe que los camioneros pueden catalizar la inevitable protesta de esa España real machacada, olvidada, esquilmada y además ofendida por una macrogranja de caraduras que no se bajan del Falcon ni renuncian al chuletón ni se aplican salarios de menos de cinco cifras.
Todos somos camioneros, menos la fauna y flora que apesebra en las ubres de Sánchez y repite sus soliloquios con el mismo sentido crítico que una almeja de Carril preguntada por el futuro de las bateas y las mismas ganancias, paradójicamente, que el dueño de la ría de Arosa entera.
Si hay que comer latas de sardinas un mes, se comen. Y si hay que tirar la leche quince días, se tira. Porque aunque todo ello sea un drama tras una catástrofe que ya sufrimos tras otra hecatombe en estos dos últimos años malditos; nos jugamos el futuro en este pulso cívico del hastío contra la negligencia.
Y si lo que acaba faltando es papel higiénico, tal vez sea buen momento para suscribirse al Gara.