Crisis constitucional
Los silbidos, por justificados que estuvieran en cualquier otro ámbito, están fuera de lugar en un acto como el de la Hispanidad, una ceremonia de Estado bajo la presidencia del Rey
Me disgusta profundamente que el presidente del Gobierno de España reciba pitidos, abucheos o improperios cuando llega al Paseo de la Castellana para asistir al desfile de la Fiesta Nacional. Y digo presidente porque no quiero personalizarlo en Pedro Sánchez, sino referirme al jefe del poder ejecutivo, tenga el nombre que tenga e independientemente del partido en que milite. El de la Hispanidad es un día para celebrar la Historia común, lo que nos ha traído hasta aquí y lo que nos une: una ceremonia de Estado bajo la presidencia del Rey. Los silbidos, por justificados que estuvieran en cualquier otro ámbito, están fuera de lugar en un acto como este.
Lamentablemente, la tradición viene de atrás. Zapatero fue el primero en padecerlos y Rajoy se llevó también la correspondiente ración. Es, por consiguiente, un hecho que debería hacernos reflexionar acerca del civismo en la vida pública y el respeto que nuestra sociedad o una parte de ella otorga a las instituciones desde las que se gestionan los asuntos comunes y que nos representan a todos, nos gusten más o menos las personas que las encarnan.
Sin embargo, la educación y el respeto se aprenden, más que en los libros, de los ejemplos. Y no son pocos los ciudadanos que se han sentido insultados y atropellados por las decisiones de su gobierno. Abrió la veda Zapatero, pasando por encima de los pactos de reconciliación nacional, empeñado en restaurar una fabulada «legitimidad» de la Segunda República. Los buenos eran los que perdieron la guerra, como su célebre abuelo. Los malos, los herederos de los vencedores de la contienda. Desde aquel momento, el virus de la división, inoculado desde el poder, ha ido sembrando guerras y trifulcas innecesarias en la vida social.
La brecha ha ido agrandándose. Hoy, desde la Moncloa, se apunta a los ricos con dedo acusador como si fueran ellos los responsables de las estrecheces de los más pobres, mientras se esquilma a las clases medias trabajadoras. O se usa a la Fiscalía para estigmatizar a universitarios groseros a los que el sindicato de estudiantes, organización de parte, no tarda en apuntar a las filas del PP o de Vox. Y, con todo, lo más grave vuelve a ser la falta de deferencia hacia las instituciones que todos nos hemos dado.
Desde la Moncloa, se ha vulnerado la independencia del INE, forzando la dimisión de su presidente, para, inmediatamente después, corregir las estadísticas. Se ha asaltado el CIS para que haga con sus encuestas ingeniería social. Se burlan las sentencias judiciales en Cataluña, blindando a la Generalitat para que imponga la inmersión en catalán a los niños que quieren estudiar en español. Y se ha acosado hasta la extenuación al Poder Judicial, hasta que los jueces han dicho ¡basta! La rebelión de los vocales conservadores, que ha empujado a Lesmes a la dimisión, es el plante ante lo que consideran una ilegítima intromisión del Gobierno entre las togas. No han salido indemnes.
La credibilidad del Poder Judicial está seriamente dañada. El Poder Legislativo parece un mero apéndice del Gobierno. Y al Poder Ejecutivo, una buena parte de los ciudadanos lo percibe como instancia de parte e, incluso, agresor. La crisis es de órdago, es una crisis constitucional. Y una pitada al presidente, además de ser poco edificante, no la resuelve. Haríamos mejor en desandar el camino andado, recuperar los consensos para resolver los problemas que aquejan al Estado y salvar el respeto y el prestigio de las instituciones, porque son las que a todos nos representan. Las épocas de conciliación han sido las que más bienestar nos han dado. Al PSOE y al PP, con la renovación del CGPJ, se les presenta la oportunidad de hacerlo, tienen el deber de intentarlo. Su acuerdo podría ser el punto de inflexión en esta deriva que no nos conduce a nada.