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Oscura claridadClara Zamora Meca

Madres que compiten con sus hijas

Al competir con sus propias hijas, estas madres evidencian su terror. Sólo encuentro dos explicaciones: o no han aprovechado bien su juventud, o su atractivo físico/sexual constituye su única arma para afirmarse

Actualizada 09:44

Durante la segunda mitad del siglo XX, las relaciones de poder se fueron modificando con el ascenso de la juventud al pódium de los valores sociales, justo por debajo del valor supremo: el dinero. La idea subyacente idealizaba a la mujer moderna a través de los recién estrenados patrones normativos e iconos culturales (estrellas del celuloide, modelos profesionales, etc.). La celebridad y el éxito social pasaban por estar en posesión de un indiscutible atractivo físico-sexual, que se entendía como perfectamente compatible con el clásico rol de la maternidad.

Empezaba entonces la tiranía formada por la suma de estos factores: ser una madre perfecta y permanentemente atractiva, trabajar fuera de casa, hacer deporte y, sobre todo, no envejecer. Se estableció poco a poco esa especie de trinidad inequívoca que aún se mantiene: buena-madre/mujer-sexy/perfecta-trabajadora. La mercantilización es cruda y es ella la que mueve estos hilos, aunque sea con su sutileza habitual. Esta idolatría por la juventud ha ido desdibujando los perfiles de la jerarquía social. Y no hay que olvidar que, para que un grupo social funcione, debe quedar clarísimo quién manda y quién obedece.

Según lo establecido hasta aquí, la mujer moderna ha debido y debe mantenerse joven a toda costa, siendo sus patrones de referencia los marcados para la juventud en cada época. El problema comienza cuando las hijas de este estereotipo crecen, pues, según lo expuesto, pasarían a equipararse a ese ideal a imitar, desequilibrando la estructura jerárquica que, por naturaleza, se había establecido. En consecuencia, estas madres empiezan a ver una amenaza velada en el hecho de que sus niñas despunten como seres socialmente atractivos, al poner en evidencia la realidad del paso del tiempo y, por tanto, su ya alejada juventud.

En el peor de los casos –y, lamentablemente, no es infrecuente–, la relación que estaba establecida de arriba a abajo se reconvierte en horizontal, creando una rivalidad paradójica e indeseable. Esta conducta suele darse en mujeres seductoras y atractivas, que llevan mucho tiempo poniendo el acento única y erróneamente en esta efímera cualidad, demostrando una evidente inmadurez y una lastimosa incapacidad de aceptación de la realidad. La edad no es una condena. Claramente, la lozanía es fascinante; pero no es sólo ella la que marca la belleza de las cosas.

Al competir con sus propias hijas, estas madres evidencian su terror. Sólo encuentro dos explicaciones: o no han aprovechado bien su juventud, o su atractivo físico/sexual constituye su única arma para afirmarse. En esta lucha por aceptar el paso del tiempo y el cambio de roles, se hace muchísimo el ridículo. La indumentaria es un ejemplo de los más evidentes. Las mujeres maduras que optan por ir vestidas de adolescentes delatan la agonizante necesidad anacrónica de seguir siendo aceptadas por lo que ya no son.

A cualquier madre le dignifica entender que, llegado un momento, hay que ir dando pasitos para atrás en algunas cuestiones. Parte del encanto de la madurez es el aumento de la serenidad y de la seguridad en una misma, así como el descenso de otras necesidades vanas. Estoy segura de que estas madres competitivas actúan así más por torpeza que por malicia. Donde hay verdadero amor y una cabeza bien puesta, no hay cabida para estas actitudes.

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