Contra González
Nadie ha hecho tanto daño a España como Felipe González. Nadie. Ni siquiera Zapatero. Ni siquiera Sánchez
En algún recoveco del disco duro de mi ordenador, debe de andar el archivo del libro que escribí a inicio de los noventa y que llevaba el mismo título de esta columna de hoy. No hubo un solo editor que no me considerase carne de manicomio cuando intenté darlo a la imprenta. Ni siquiera me he molestado en buscarlo ahora, cuando todos se han puesto a cantar las excelencias del hombre que pudrió la democracia en España: el programa de escritura en el que se realizó ya no existe. Y no conozco –ni me interesa ya– el modo de recuperarlo. Pero queda en mi disco duro el nombre del archivo: Contra González, ilegible constancia de un paradigma político monstruoso.
La memoria miente. Siempre. Porque en la memoria se proyecta la lógica de los afectos. Que está tejida en la tela de los sueños y no en la de lógicas regulables. Basta con que un tiempo sea horrible para que lo que lo precedió cobre toques legendarios. Pero quienes vivieron ese tiempo saben que, en eso que otros dicen legendario, no hubo más que una específica red de mugre. De maldad también. Porque hasta de la mugre y la maldad puede el tiempo fabricar leyenda y maravilla. Marco Aurelio: «Todo se extingue y poco después se convierte en legendario. Y bien pronto habrá caído en el olvido total».
Es verdad que, después de Zapatero, Pedro Sánchez es, con diferencia, el más siniestro de los gobernantes españoles del último medio siglo. Y que, a diferencia de aquel, no es éste de ahora perfectamente necio. A cambio, es más puro en su carencia de escrúpulo. Y se entiende que, por contraste con el acéfalo Zapatero y el mendaz Doctor Sánchez, Felipe González pueda parecer, a quienes no lo padecieron, algo así como un hombre de Estado. Quienes hubimos de aguantar su permanente estar por encima de la ley, sabemos que es mentira. Aunque saberlo no sirva para gran cosa.
Felipe González fue el hombre que mintió a sus electores, prometiendo, en su programa electoral, salir de la OTAN; y que luego violentó todos los medios propagandísticos del Estado para forzar, bajo amenaza de las peores catástrofes –golpe de Estado incluido–, lo contrario. Felipe González fue el hombre bajo cuyo gobierno ETA gozó de la bendición del GAL, terrorismo de Estado que le permitió preservar clientela en los tiempos en los cuales su extinción por anacronismo estaba cantada. Felipe González fue el hombre que puso, en Andalucía, las condiciones de una dictadura amable, asentada sobre la corrupción y la compra clientelar de votos. Felipe González fue el padre de esa inmensa empresa de colocación y corrupción en la que transformó un partido que exhibía honradez de un siglo para encubrir robo en masa de los años sucesivos. Y el autor del monopolio cerrado de los grandes medios audiovisuales… Y el hombre que inventó la Ley Orgánica del Poder Judicial para acabar con la división de poderes en España: esa misma que sigue hoy bloqueando y envenenando un país que, de acuerdo con la fórmula clásica, «al no garantizar la división y autonomía del poder judicial, no tiene constitución».
Nadie ha hecho tanto daño a España como Felipe González. Nadie. Ni siquiera Zapatero. Ni siquiera Sánchez. Porque España salió de la transición en una virginidad abierta a todo. Abierta incluso a creer en aquella democracia que andaba ya tan desvencijada, la pobre, por la vieja Europa. Con aquella esperanza fabricó González esta basura. Y no, no era tan bobo como Zapatero. Ni tan sórdido como Sánchez. Pero él inventó el GAL. Y Filesa. Y con ellos, nuestro naufragio moral.