La rata y el feto
Un menor de edad está más desprotegido en España que un roedor: en lugar de ayudarle, se le anima a tomar decisiones inmaduras irreversibles
Un menor de edad, con 16 años, podrá en adelante mutilarse los genitales, hormonarse químicamente o abortar en soledad, todo ello sin contar con sus padres, sin que el Estado le ofrezca alternativa y sin que participen en ello, para ayudarle por si está confundido o desesperado, los médicos, psicólogos o jueces que consagran sus profesiones a evitar problemas, daños y abusos que, sorprendentemente, están promovidos esta vez desde el Gobierno.
A nadie se le obliga, dicen los mismos negligentes que no aceptan que se ofrezcan alternativas, también voluntarias, a quienes tal vez no tengan claro todo y puedan decidir algo distinto si tienen a su disposición las ayudas e información que un Estado decente pone al servicio de quienes van a tomar decisiones traumáticas, de consecuencias irreversibles y tal vez dañinas.
Sin necesidad de entrar en disquisiciones morales y éticas, que son las importantes pero necesitan de unos escrúpulos y neuronas aparatosamente ausentes en este Gobierno kamikaze, basta con razones prácticas bien elementales para desmontar el catálogo de leyes inhumanas perpetradas por un Gobierno más sensible con los roedores que con los seres humanos.
Porque, si tan convencidos están de que la práctica totalidad de los menores que quiere elegir cambiar de sexo o perder a su hijo tiene una postura fija e inamovible, ¿qué problema tienen en que ese mismo Estado ofrezca opciones a ese mínimo porcentaje, según su delirante criterio, que no lo tienen tan claro?
Lo que ocurre, en realidad, es que se aspira a modelar al ciudadano del futuro bajo un parámetro ideológico ajeno a sus raíces tradicionales, expulsando de su círculo de seguridad a todo aquel capaz de contrarrestar, por afecto o conocimientos, el patrón impuesto e interesado que convierte al ser humano en un deudor del Estado.
Todo lo resumió la ínclita Isabel Celaá, zafia ministra de Educación, autora de la LOMLOE y hoy insólita embajadora en El Vaticano, con la frase que resume el afán invasivo presente en las cinco leyes ideológicas que ahorman el proyecto de ingeniería social en liza: «Los hijos no son de los padres».
La desprotección de los menores necesita, primero, de la expulsión de sus padres y de la sustitución de su tutelaje por el del Estado, en una variante de esa tradición tan estalinista que coronaba esa perversa alteración del orden natural convirtiendo a los niños en delatores de sus propios progenitores si se saltaban los preceptos del Régimen.
En la URSS se hizo obligatorio estudiar la historia ficticia de Pavlik Morózov, un niño de 13 años elevado a categoría de mártir por la propaganda soviética: el menor denunció a su propia familia, al parecer no suficientemente leales a Stalin, y fue asesinado por ello.
Solo es cierto que murió, pero su caso se deformó para lanzar una masiva campaña con el objetivo de imponer la inquietante idea de que el Estado estaba por encima de tu sangre y que la primera obligación de un buen ruso era guardarle más fidelidad al líder que a su propio madre.
Nada tiene de exagerado percibir que, con las salvedades que se quiera por razones obvias, el tuétano ideológico del Gobierno no es muy distinto: criminalizan a la familia, elevan al Estado a la categoría de tutor exclusivo y legislan a favor de un canon modelado desde premisas ideológicas intransigentes, masificando problemas que no existían para darles soluciones inhumanas.
Que una rata esté más protegida que un feto o que a un niño con dudas sobre su sexo se le ofrezca solo un bisturí solo tiene sentido si la aspiración real es que desaparezca toda resistencia a defender una sociedad libre, independiente y plural.