Crueldad en Galapagar
Los ministros que hablan con su perro y lo consideran humano legislan contra el derecho a la vida y tratan el embarazo como una enfermedad
Hay ministros Disney que creen firmemente que los perros son como los de 101 dálmatas y que su dueño, para anular al maltratador de mascotas que sin duda lleva dentro, debe sacarse un carné de manipulador de amiguitos, tutelado por el Comisariado de Bienestar Animal, contiguo al de Asuntos Uterinos ya a pleno rendimiento.
También piensan, los mismos ministros, que al ver a un perro esperan que hable y se queje del cambio climático, que Paco puede ser Paqui yendo a una ventanilla a cambiarse de género y que Paquito puede ser Paquita, desde los 12 años, si así lo siente.
A los 16, además de sentirlo, puede fabricarse un cuerpo a la altura de ese deseo, con los tratamientos hormonales y mutilaciones irreversibles que sean menester y sin la tutela de padres, médicos, psicólogos y jueces que puedan ayudarle a discernir si de verdad quiere eso o, tal vez, esté confundido.
Pero hete aquí que los mismos sujetos que ven a Lassie por todos los lados, piensan que lo mejor que puede hacerse con una embarazada es invitarla a abortar, desde la premisa de que la gestación es una enfermedad y un obstáculo para ser una mujer realizada de verdad.
No dudarán en reconocer el derecho del varón no binario lesbiano y poliamoroso a concebir una vida, pues la ausencia de útero es tan inadmisible en un hombre de esas características como heteropatriarcal en una mujer.
Pero han hecho lo posible para que la gestación sea retrógrada, como la carne, pensar, sentir o creer en las cosas equivocadas; y la mejor receta para tramitarla sea una visita a un quirófano, antesala de donde unas décadas después volverán para ponerse una inyección y ahorrarnos una pensión.
Los que tenemos animales sabemos bien que forman parte de la familia, que sin ellos la vida es peor, que cuando se van los añoramos y que dan mucho más de lo que piden, lo que le llevó a Oscar Wilde a estar más cómodo con ellos que con los humanos.
Pero también sabemos que los niños son lo único importante que haremos en la vida, así marquemos los goles de Cristiano, cantemos las canciones de Van Morrison o pintemos los cuadros de Goya: si moriríamos por nuestros hijos, no nos pidan que no lloremos al menos por los de los demás.
Los grandes debates siempre son morales, y comienzan por una pregunta que nadie, de cualquier fe o ideología, debe hurtarse a sí mismo: ¿de verdad frustrar una vida es un derecho? Si cuando no late un corazón estamos muertos, ¿por qué cuando sí lo hace nos dicen que eso no es vida?
Lo dramático no es ya solo que se amplíe la ley del aborto a menores de 16 años sin tutela familiar, ni que a esa edad se legisle a favor de la hormonación química y la mutilación sin ningún tipo de control médico y psicológico.
Lo verdaderamente cruel, nihilista y sintomático de una sociedad en decadencia es que pocos tengan dudas y que, quienes la tienen, actúen con el miedo a una respuesta social adversa de esa cultura de la cancelación que proscribe al disidente y eleva a menudo al majadero.
Con que una sola mujer se replanteara su aborto si pudiera vivir como Irene Montero, sería suficiente para que los legisladores admitieran al menos la necesidad de ofrecer alternativas, sin imposiciones, pero también sin censuras.
Y con que un solo niño se arrepintiera de su metamorfosis sexual traumática, lo sería que el Gobierno asumiera la necesidad, al menos, de introducir controles psicológicos y sanitarios para tratar el trastorno de identidad de género, en lugar de para consolidarlo.
La humanidad no depende del credo ni de la ideología, y está presente en todas las variantes políticas comunes a los ciudadanos normales de un país civilizado.
Quizá es que en España no tenemos un Gobierno cívico, y la prueba es su épica disposición a regular derechos inexistentes y fantasías delirantes y, por el contrario, su contumaz apuesta por invalidar la naturaleza humana, desechar el mayor derecho que tenemos, el de la vida, y presumir de sentimientos y emociones por una cabra, o una lechuga, sin piedad ni duda alguna por la más importante de todas las especies.