Sánchez Dragó
Sin disidencia no hay democracia, y defender a los disidentes, incluso aunque nos pateen el hígado, es una obligación cívica
Sánchez Dragó era culto, educado, provocador, excesivo, libre, rebelde, temerario, bocazas y tolerante, atributos difíciles de encontrar, en un mismo paquete, en estos tiempos de castrante neopuritanismo, de censura imbécil, de corrección política totalitaria y de monocultivo ideológico.
En nombre de las mejores causas se perpetran las peores imposiciones, se estabula a la sociedad, se reprime la disidencia y se destroza la alternativa, que son los objetivos de quienes se arrogan una autoridad moral superior y se atribuyen la custodia, al precio que sea, de un bien supremo.
A Dragó no le traté mucho, pero sí lo suficiente para disfrutar de un hombre encantador que, bajo el disfraz de ogro que otros le pusieron, era capaz de estar en desacuerdo consigo mismo, de hacerse enmiendas parciales o totales y de apostar por un irresistible exceso a sabiendas de sus efectos secundarios, algo que siempre deberíamos perdonarle a un escritor, un artista o un filósofo, que han de vivir en la tentación y cruzar la línea roja para que el resto conozcamos mejor los límites.
Contra él utilizaron sus confesiones sexuales, ficticias y literarias en lo relativo a las relaciones con niñas, que nunca existieron pero se esgrimieron como excusa para echarle de televisión, apartarle del espacio público y condenarle al oprobio, ese limbo sin condenas legales con duración eterna.
Pero no nos engañemos. A sus detractores les importaban una higa sus bufonadas inguinales, tantas de ellas innecesarias y torpes. Lo que les molestaba es que fuera capaz de estar en el PCE y luego cerca de VOX, de presentar un inolvidable telenoticias con un gato, de discutir la hegemonía del Estado y de lo público, de dudar del resultado democrático del sufragio universal o, entre tantas otras joyitas, de reclamar el uso del «usted» para distinguirnos del piel roja.
No hacía falta estar de acuerdo con Sánchez Dragó, ni con ningún disidente a ambas orillas del río ideológico tradicional, para defender su valor, añorar su desaparición y esperar que haya herencia.
La provocación por sí sola carece de valor alguno, pero cuando golpea en el centro de las creencias asentadas, rompe moldes impuestos por las mayorías y contrapone una alternativa a lo establecido se convierte en una mercancía valiosa, delicada y digna de protección.
Especialmente en un país, como España, en el que en nombre de la igualdad, el progreso, la democracia y el pluralismo se lanzan fatwas constantes que no distinguen mucho a sus autores de los que acabaron provocando el apuñalamiento de Salman Rushdie.
Huxley dijo que, cuanto más pomposas son las palabras, más siniestras son las intenciones. Y tipos como Dragó, con sus excesos, sus defectos y sus aparatosos resbalones, ponían una pequeña luz en ese callejón oscuro en el que el establishment político, inductor tacita a tacita de un inmenso proyecto de ingeniería social, actúa impunemente, apelando a principios que no son más que una coartada infame.
Al francés Houllebecq, que últimamente confiesa sentirse estúpido, le grabaron con su consentimiento para una película sexual protagonizada por él mismo. Y ahora ha dicho esto: «Estoy en un estado triste. Tengo un aspecto agotado. Cuando me miro al espejo, me doy miedo. No duermo».
Quizá para escribir Aniquilación o Una historia mágica de España haya que ser un mamarracho y un genio. Solo los sectarios, y los cretinos, se quedan con una cara de la moneda.