Peter, Boris y el precio de mentir aquí y allá
Mentir le ha costado a Johnson el Número 10, su escaño y probablemente su carrera, aquí Sánchez zanja sus falsedades con un simple «cambié de opinión»
La situación de Sánchez en las encuestas se está poniendo más chunga que la del protagonista de Con la muerte en los talones (y que Cary Grant y el maestro Hitchcock perdonen la metáfora). A la vista de sus apuros, el candidato del PSOE se ha atrevido a romper una de sus normas de escuela satrapilla, la de atender solo a medios de su cuerda. Para intentar llegar a más público ha concedido una entrevista a un periodista que no forma parte de la alineación del Orfeón Progresista, Carlos Alsina. Y ha ocurrido lo esperable: el profesional le ha hecho las preguntas obligadas, esas que jamás se escuchan en los besamanos que le ofician los periodistas del régimen regresista bajo el logo de «entrevista».
A invitación del propio Sánchez, Alsina le espetó en plena efigie el hit parade de algunas de sus mentiras más sonadas. ¿Y qué ocurrió? Pues que Sánchez, al que todo le resbala menos su propia supervivencia, encajó impávido las pruebas evidentes de que se ha comportado como un mentiroso compulsivo. «Cambié de opinión», se limitó a explicar sin alterarse un ápice. Es decir: si un político promete algo al público de la manera más enérgica y luego traiciona su palabra y le toma el pelo al respetable no hay problema: «Cambié de opinión». El blanco ahora es negro. Pelillos a la mar.
Existen españoles anglófilos, entre los que me temo que me incluyo, y otros que no soportan a «la pérfida Albión», con argumentos a veces razonables. Pero sigo creyendo que no hay color entre la vieja democracia inglesa y la española, y más toda vez que el sanchismo se ha cepillado nuestros controles de calidad y las prácticas de respeto institucional que se creían intocables.
Peter y Boris son dos yonquis de la trola utilitaria (los británicos todavía están buscando los 350 millones de libras semanales extra para la sanidad pública que les prometió Johnson si ganaba el Brexit). Pero existe una diferencia fundamental entre ambos: su rendimiento en las urnas. Buena parte del público británico, sobre todo el inglés, vivía un idilio con Boris, por su nacionalismo, su originalidad y hasta por el gracejo de sus gansadas. Ese cóctel le otorgó la mayoría absoluta más holgada desde la rubricada por Thatcher en 1987. Peter, en cambio, siempre ha sido un peso pluma en las urnas: llegó al poder por la puerta de atrás, con 84 diputados y sin haber ganado los comicios, y nunca ha pasado de 123 escaños (53 por debajo de la mayoría absoluta). Pero a pesar del inmenso tirón electoral de Boris, el Partido Conservador no dudó en echarlo, porque había incurrido en algo imperdonable en la democracia británica: mentir al Parlamento y al público.
Sus falsedades sobre las fiestas en días de confinamiento le han costado a Boris el Número 10 y su escaño. Para evitar la humillación final, dimitió una semana antes de que se emitiese el informe que lo iba a sancionar con una suspensión de 90 días en los Comunes. Su mala relación con la verdad lo ha dejado hasta sin su pase VIP para acceder al Parlamento. Se lo han retirado y partir de ahora si quiere acudir a la Cámara tendrá que guardar cola en la entrada para turistas e invitados.
Aquí, en cambio, a Sánchez le han salido gratis sus cinco años de trolas encadenadas, porque no han funcionado los filtros de honestidad que permiten hablar en puridad de una democracia.
Las elecciones del 23-J se presentan como la ocasión de hacer justicia. Tardía, pero justicia.