No se apene, majestad
Es un deber, un honor y hasta un privilegio para la heredera de la Corona el recibir formación en las excelentes academias militares españolas
A las doce y 23 minutos de la noche del 30 al 31 de agosto de 1997, un Mercedes W140 que circula a alta velocidad se estrella en el túnel del Alma de París cuando huía de los paparazzi. La tragedia dará pie a una de las mayores y más inesperadas crisis del dilatadísimo y exitoso reinado de Isabel II. En el accidente mueren tres de los cuatro pasajeros de la berlina, entre ellos su conductor, Henry Paul, segundo responsable de seguridad del hotel Ritz. Investigaciones posteriores desvelarán una alta ingesta de alcohol y fármacos antidepresivos en la sangre del chófer. Diana de Gales, de 36 años, y Dodi Al- Fayed, de 42, su novio egipcio, hijo del magnate del mismo apellido, se dejan allí la vida.
Isabel II recibe la noticia de la tragedia cuando se encuentra, como cada año, pasando sus vacaciones de verano en el castillo de Balmoral, un latifundio escocés de 20.000 hectáreas, propiedad de su familia desde que lo comprara el príncipe Alberto en 1852; la residencia donde ella misma fallecerá en septiembre de 2022, a los 96 años. La reacción de la Reina es de pura vieja escuela inglesa, la del labio superior rígido. Emite una correcta nota de condolencia y como resulta que sus dos nietos, los hijos de Diana, se encuentran con ella en Balmoral en esos días, decide preservarlos para que puedan pasar un luto privado y más o menos tranquilo. Pero Isabel II no ha calculado que los tiempos han cambiado, que el estoicismo en que ella ha sido criada ha dado paso a una era de sensibilidad desatada. Inesperadamente, el pueblo inglés, antaño alérgico a las efusiones emotivas, se entrega a un auténtico desparrame sentimental para llorar a su desgraciada princesa. Los ramos (y las botellas de champán, y los ositos de peluche) se acumulan desde el primer instante ante la verja del palacio de Kensington, la residencia de Diana. Se calcula que en una semana se amontonaron allí un millón de ramos de flores, que alcanzaron el metro y medio de altura.
Los inmisericordes tabloides pronto comienzan a poner en duda en sus chillonas portadas el comportamiento parco de Isabel II. «¿Dónde está nuestra Reina? ¿Dónde está ella?», se pregunta The Sun, el periódico populachero más vendido del país. También se le reprocha que no haya dado orden de bajar a media asta la bandera de Buckingham. Una carta privada de Felipe de Edimburgo, escrita a una sobrina suya cinco días después del accidente y divulgada años más tarde, recoge el desconcierto de la Reina y él ante tales quejas: «Nos han criticado hasta por ‘forzar’ a los niños a ir a la iglesia el domingo, el día de la muerte. ¡Las iglesias son precisamente para rezar en ellas!». El Duque de Edimburgo tacha de histérica la reacción ante el accidente y lamenta que no les dejen proteger a sus nietos de la presión exterior.
Al final, como es sabido, al quinto día Isabel II acaba cediendo. Aconsejada por su primer ministro Blair, regresa a Londres y dirige un mensaje elegíaco a la nación. Sin embargo, nunca cambió, jamás se apeó de su línea de austeridad sentimental y respeto absoluto a los deberes a los que la obligaba su privilegiado cargo. Un hijo y un nieto suyos se fueron a combatir a la guerra. No hubo achuchones de adiós. Apretar los dientes, callar, poner buena cara ante las marejadas y seguir adelante, porque la monarquía se nutre de historia, buen ejemplo y observancia del protocolo. Desde luego a ella le funcionó. Su valoración fue altísima hasta su hora final y mantuvo el prestigio y encanto de la monarquía británica.
La Reina Letizia se ha apenado mucho al despedir a su primogénita a las puertas de la Academia General Militar de Zaragoza, abrazándola con fuerza ante las cámaras de un modo emotivo. Leonor, la Princesa de Asturias, de 17 años, ha iniciado allí su formación militar de tres años, que la llevará también a la Escuela Naval de Marín y a la Academia General del Aire. No se apene, majestad, es una formación que necesita para estar a la altura de la importante encomienda que le hace la Constitución, que establece que llegado el día, como Reina de España, a Leonor le corresponderá algo tan importante, honroso y privilegiado como el «mando supremo de las Fuerzas Armadas».
Su hija ingresa en unos centros de absoluta excelencia, que están al mando de un estamento, el militar, que disfruta de una altísima valoración por parte de los españoles y que hace gala de una competencia profesional que no abunda en otros colectivos y profesiones. La Princesa ya ha estado fuera antes, formándose en el internado de Gales, y ahora le llega la hora de hacerlo en el país al que habrá de servir. Así que, como diría Isabel II, «keep calm and carry on». En las academias militares convivirá de igual a igual, hará amigos perpetuos y aprenderá lecciones que no olvidará. Las mismas que tan bien recuerda y agradece su padre.