El gran asunto contado en 7 minutos
España puede estar viviendo hoy el asalto final de un combate existencial que comenzó en el siglo XX
Durante el desbarajuste de la II República, aquel gran fracaso mitificado por la izquierda, los nacionalismos centrífugos contrarios a la nación española aprovechan el desorden imperante para dar un estirón. Su clímax llega con la proclamación de la República Catalana por parte de Companys en octubre de 1934.
Cuando Franco instaura su régimen, primero dictatorial, más tarde autoritario y finalmente proclive a cierta apertura, lo que hace es poner el marcador a cero en lo referente al desafío separatista: logra eliminar esa amenaza. Durante sus 40 años de mandato destina todos sus esfuerzos a la promoción del nacionalismo español, lo cual sin duda cuaja (y no hay más que ver las multitudinarias acogidas populares que recibe en sus visitas a Barcelona o Bilbao, disponibles en vídeo para quien quiera ojearlas). La identificación con España y lo español, que siempre había existido, se fortalece, con el consiguiente repliegue de los nacionalismos centrífugos antiespañoles.
La Transición supone un pacto delicadísimo y exitoso, con cesiones de todos los bandos. En la cuestión nacional, los padres constituyentes buscan un término medio: se proclama la «indisoluble unidad de España, patria común e indivisible de todos los españoles», pero al tiempo, en el sueño ingenuo de que así se aplacará a los nacionalismos centrífugos antiespañoles, se crea el Estado de las autonomías. España se convierte en un país federal en todo menos en el nombre.
Ese modelo funciona en países como Alemania y Estados Unidos, donde no existen movimientos separatistas fuertes, ni se utilizan las lenguas regionales como ariete de división política, ni se predica desde el poder regional la aversión hacia la nación y su unidad. Pero en España se arrastran dos talones de Aquiles: el País Vasco y Cataluña, donde aunque no existe para nada una mayoría partidaria de la independencia, el poder regional nacionalista trabaja sin descanso para fomentar el rechazo hacia España y un cierto supremacismo localista. Además, el modelo autonómico hace que toda la vida cotidiana del ciudadano dependa de la administración regional, con lo cual la sensación de formar parte de un Estado se diluye. Por último, la izquierda española ha renegado del patriotismo más básico y necesario, pues con una gravosa empanada conceptual lo identifican con el franquismo.
En Cataluña, el partido hegemónico durante décadas, Convergencia, se declaraba autonomista. Una careta. Su alma era separatista. Jordi Pujol dedicó todos sus esfuerzos a sembrar lo que llamaba «estructuras de Estado», a la espera de un momento de debilidad de «Madrit» para intentar romper amarras. Esa ocasión llegará con la durísima resaca de la crisis de 2008, cuando en España estalla una doble burbuja, financiera e inmobiliaria. La Comunidad Autónoma de Cataluña entra en bancarrota por sus dispendios y mala cabeza. Su bono se convierte en un apestado en los mercados. Solo el auxilio del Estado –la solidaridad de todos los españoles– evita el dolor de una quiebra.
Artur Mas, delfín de Pujol y petulante presidente catalán de entonces, se enfrenta a dos problemas: el agujero insondable en la caja regional y su mediocre tirón electoral. Para camuflar ambas carencias da un giro y lanza un pulso separatista en toda regla. Comienza el llamado «procés», con una batería de leyes en el Parlamento catalán cuya meta final es la independencia. La ruptura se está fraguando a ojos vista, pero el Gobierno español de entonces y la Justicia se muestran demasiado parsimoniosos y van más lentos que los separatistas.
Antes del inicio del «procés», Zapatero, embarcado en una delirante revancha de la derrota de su abuelo en la Guerra Civil, había dado alas a los nacionalistas, invitándolos a relanzar sus ambiciones rupturistas con unos nuevos estatutos que llevarían al límite el autogobierno. Zapatero es quien abre la caja de Pandora de lo que hoy padecemos.
En su ensoñación de 2017, Puigdemont y Junqueras se creen su propia propaganda y calculan que el Estado español no reaccionará ante su envite y que la UE tenderá una alfombra roja a la nueva Cataluña independiente. Pero el oso español, aunque soñoliento, acaba reaccionando y frena el golpe sedicioso, que no recibe un solo apoyo internacional. El desafío catalán, que ha roto la legalidad, la unidad nacional y el orden constitucional, es derrotado gracias a un providencial discurso de Felipe VI y la consiguiente aplicación del artículo 155, medida que se toma con el apoyo, tardío pero pleno, del PSOE y de su líder de entonces, Pedro Sánchez.
En mayo de 2018, solo un mes antes de llegar al poder de la mano de Junqueras y sin haber ganado las elecciones, Sánchez manifiesta que «Torra no es más que un racista al frente de la Generalitat» y amenaza al Gobierno separatista catalán con un nuevo e indefinido 155.
Pero al mes siguiente de tan contundentes palabras en defensa del orden constitucional, ese mismo Sánchez rompe con las líneas rojas fijadas en la era del PSOE felipista y establece una alianza entre tinieblas con Junqueras, el líder de ERC. Esa felonía le permite okupar el poder habiendo perdido los comicios y con solo 84 escaños. El pago acordado en la sombra con los separatistas vascos y catalanes es indultar a Junqueras y sus cómplices, borrar del Código Penal los delitos de sedición y malversación y abrir una vía para que salgan los asesinos de ETA. Sánchez acabará cumpliendo los tres puntos, pues de ello depende su colchón en la Moncloa.
Cuando en 2019 se ve forzado a convocar por fin elecciones, Sánchez engaña de nuevo a los electores y promete en la campaña endurecer las leyes contra los nacionalistas sediciosos y traer preso a Puigdemont. Está mintiendo y hará todo lo contrario.
Llegamos a las elecciones de 2023, fijadas insólitamente en la canícula de finales de julio. Durante la campaña, Sánchez oculta al público que si lo necesita está dispuesto a amnistiar a Puigdemont y a todos los implicados en el golpe separatista de 2017. Aún así, pierde las elecciones, pero la derecha no suma mayoría absoluta. Sánchez es rehén ahora de Puigdemont para conservar el poder. El prófugo le exige una amnistía, que debe cerrarse antes de la investidura, y una consulta a lo largo de la legislatura.
Con su habitual doble juego, el PSOE no ha llegado a explicitar durante este mes si aceptará la amnistía o no. Pero envía señales indudables de que así lo hará, con medias palabras y con sus medios, juristas y analistas afines ya defendiéndola. Además, Junqueras asegura que el acuerdo ya está cerrado.
Sin embargo, esta vez Sánchez puede haber ido demasiado lejos. La amnistía solivianta a los líderes históricos de su partido, irrita sobremanera a más de la mitad de los españoles y, sobre todo, supone la instauración por la puerta trasera de un nuevo orden constitucional, pues si se admite que el Estado, la Justicia y las leyes actuaron injustamente contra los golpistas de 2017, la legalidad quedará en suspenso en España y las normas pasarán a ser un chicle que puede retorcerse al arbitrio de las necesidades del político de turno.
Si se otorgase esa amnistía, los españoles dejarían de ser iguales ante la ley, que no operaría en el caso de determinados políticos. Además, la amnistía supondría que el presidente del Gobierno dejaría desairado al Rey, que en 2017 hizo el discurso de su vida frente a aquello que precisamente Sánchez quiere ahora perdonar por orden de un prófugo de la Justicia que ha obtenido menos votos en Cataluña que el PP.
El modus operandi para convertir en constitucional una amnistía que a todas luces no lo es está claro. Sánchez se ha cuidado de ahormar un TC a su medida, llegando incluso al descaro de colocar como magistrados a exempleados suyos en la Moncloa y exministros. Ese Tribunal Constitucional se encargará de dar la vuelta a la Constitución, visando por la vía de los hechos lo que es ilegal y dándole así poco a poco la vuelta a la Carta Magna sin preguntar a los españoles ni pasar por el Parlamento. Nada nuevo, es el método con que Hugo Chávez fue levantando los pilares de su dictadura.
¿Pronóstico? Si Sánchez sigue adelante con su rendición ante Puigdemont, que lo hará, todo dependerá de lo que peleen los españoles por sus libertades y derechos y de si finalmente el jefe del Estado se aviene a firmar esa amnistía o no. «Me temo que mis hijos van a vivir la separación del País Vasco y Cataluña», lamentaba con pesar un buen amigo charlando en un aperitivo este fin de semana. Pero de nosotros depende. El futuro no está escrito.