Tragicomedia de la izquierda española
Los totalitarismos surgieron de ideologías que defendían verdades (más bien, mentiras) absolutas, pero no se hubieran abierto paso sin el nihilismo que se extendió por Europa con la expansión del relativismo
El futbolista Alfonso Pérez ha dicho estas palabras: «A mí me hubiera gustado cobrar lo de Cristiano Ronaldo, pero no soy tan bueno. El fútbol femenino ha evolucionado, pero deben tener los pies en el suelo. Se gana lo que se genera. Y tienen que saber que no se pueden equiparar en ningún sentido con un futbolista hombre». ¿A quién se le ocurre? La profana Inquisición ha lanzado su anatema y al hereje (no presunto) se le ha condenado sumariamente y se ha arrebatado su nombre al estadio del Getafe.
Esto tiene un nombre ya clásico en la historia del pensamiento: intolerancia. Consiste en imponer, incluso por la fuerza, lo que deben pensar los demás, y lo que pueden afirmar y lo que no. En el fondo se trata de una patología moral que tiene raíces en un tipo de personalidad débil. Las ideas sobre la tolerancia se abrieron paso en la Europa del XVII como consecuencia de la necesidad de acabar con las terribles guerras de religión de esa época (por cierto, moderna). Pero no es cierto que todo el que cree en verdades absolutas tienda a imponerlas. Los totalitarismos surgieron de ideologías que defendían verdades (más bien, mentiras) absolutas, pero no se hubieran abierto paso sin el nihilismo que se extendió por Europa como consecuencia de la expansión del relativismo y de la negación de los valores y principios morales. El totalitarismo es hijo de la mentira.
El género literario de la política española es la tragicomedia, una mezcla de lo terrible y lo ridículo. La pasión de la izquierda es la igualdad, no la libertad. Y, entre nosotros, parece que tampoco lo es la verdad. Especialmente padece una vieja alergia a la libertad de expresión. Al menos, desde la Revolución francesa. Ya Condorcet, revolucionario y ateo, advirtió que los revolucionarios aspiraban a sustituir a la Iglesia Católica en su poder espiritual para hacerse también con el poder temporal, es decir, a constituir una nueva «iglesia» laica. Y seguimos. Existen dos tipos de ideas: las correctas (las suyas, cuando las tienen) y las delincuentes (las demás). Todo resulta muy sencillo. Al hereje se le castiga en pro de su salvación laica. Es el ideal ilustrado: no te atrevas a pensar, porque si no te vas a enterar. Se llega al límite ridículo de retirar una reproducción de la Venus del espejo de una pared de una Universidad porque ofende a las mujeres, y la cosa ya deviene imparable. Es la vocación censora de la izquierda. A este paso, y en aras de la seguridad jurídica habrá que reinstaurar la censura previa. Ya imagino un Comité (y abundan los buenos candidatos) presidido por supuesto por el ministro del Interior, que bien podría pasar a llamarse de la Gobernación y para la protección de las buenas costumbres. Ahora gusta mucho la preposición «para», especialmente en la denominación de los ministerios y otras instituciones.
Pero pese a los inquisidores profanos, las ideas tienen consecuencias, pero no delinquen. ¿Habrá que repetirlo ahora que Puigdemont vuelve a estar de moda gracias al estilista Sánchez? Ser separatista no es delito en España. Sí lo es cometer actos de sedición o rebelión e intentar dar un golpe de Estado. Pero esto no lo ampara la libertad de expresión. Muchos piensan que un libro como, por ejemplo, «Mi lucha» de Adolf Hitler debería estar prohibido. Amo tanto los libros que pienso que ninguno debe ser quemado, ni siquiera los zafios, malvados y aburridos. No. La mejor terapia contra el nazismo, después de la correcta educación moral de las personas, es la lectura de ese libro y su crítica inteligente. Es decir, casi fomentar su lectura. Además, se empieza con Hitler y se termina prohibiendo a Chesterton.
La izquierda (espero que no toda) lleva tiempo sumida en esta mentalidad totalitaria y vocación inquisitorial. El hecho es, a la vez, trágico e irrisorio. Por cierto, Alfonso Pérez tiene todo el derecho a decir lo que dijo, y los airaditos y airaditas deberían serenarse. Además, por si fuera poco, tiene toda la razón.