El arrepentido
Para castigar a los –y las– indisciplinados suyos, Iglesias se suicida. Y los mata a todos (y a todas). Es un clásico
«¡Claro que me arrepiento!» Lo reconoce con el aire compungido que es de rigor en el fiel que, de rodillas, confiesa sus pecados. «¿Te arrepientes de lo de Yolanda, de haberla puesto ahí?», inquieren los oficiantes de esta preciosa enmienda honorable (https://www.youtube.com/watch?v=hwQfK9hjBoc) . El inquirido se aviene a hacer propósito de enmienda. Examina su conciencia, relata su pecado. Con aire, eso sí, un poquitín pasado de rosca en lo pesaroso. Pero el hecho es que, por primera vez, «il frate lupo» se aviene franciscanamente a rendir cuenta de sus calamidades. Bajo una no muy bien ajustada piel de cordero.
Palabra de Pablo Iglesias:
«Sí, me arrepiento de haberle entregado tanto poder como le entregué sin haber dejado atado que hubiera un proceso democrático. Confiaba en ella. Confiaba en que ella abriría un proceso democrático, que respetaría el peso democrático de Podemos. ¡Y claro que me arrepiento!».
Examen de conciencia, propósito de enmienda, decir los pecados al confesor: «Yolanda ha trabajado para básicamente destruir a Podemos, aliándose con mafiosos». Falta sólo cumplir la penitencia –la cumplirá, buscando el día y hora de degollar a la impostora–, y todas las condiciones estarán cumplidas. El pecador quedará absuelto. Todo muy convencional. Muy pulcro. Y las puertas del paraíso terrestre se abrirán, de par en par, al hijo pródigo. El asalto a los cielos es todavía posible.
Sorprende sí, la frescura con la que un político, de siempre irreligioso y con un punto anticlerical al viejo estilo, se aviene a refugiarse al abrigo de un sacramento: la confesión, que permite al pecador arrepentido revertir por completo la culpa de lo hecho. Sólo que no es accidental la relación entre arrepentimiento y teología. Si la culpa cometida puede ser borrada, es porque alguien cuya esencia es anterior al tiempo, Dios, puede operar en cualquier punto de lo que los humanos llamamos pasado o futuro. El tiempo existe para los seres finitos, contingentes. No para Aquel al cual sólo define el absoluto. Y, si los precarios humanos pueden beneficiarse de esa regresión que borra el mal que ha sido hecho en el pasado, es porque un mediador, Cristo, que es Dios y es Hombre, asume en su doble condición el borrado de las penas humanas, a través de la liturgia que ese arrepentimiento exige.
Pero, ¿hace falta haber leído a Erik Peterson para entender hasta qué punto eso, que es teología, se transforma en monstruosidad totalitaria, cuando se acoge a la temporal experiencia de una política laica? Dar por sentado, en política mundana, que basta decir «me arrepiento» para ser absuelto por el mismo sujeto que dice haberse arrepentido, es sólo una tomadura de pelo. «Teología política», llamó a eso, en el siglo XVII, Baruch de Spinoza: para juzgarlo fuente de todas las desdichas humanas. «Teología política», lo llamará Carl Schmitt, en el siglo XX, para fundar sobre ella la omnipotencia del Führer. Que el tan sacerdotal Iglesias se acoja ahora a esa visión providencialista de sí mismo como guía del asalto a los cielos, una vez perdonados por sí mismo los pecados que a sí mismo –y por mediación de cámara web– se confiesa, es de una coherencia irreprochable.
Y el «arrepentimiento» del Jefe Carismático funciona como máscara. Que le permite callar sobre las determinaciones que rigieron su demasiado humana decisión de entonces. Las determinaciones: a) elecciones en Madrid, con Ayuso en pleno ascenso; b) propuesta de que sea Irene Montero quien se dé, frente a ella, el bofetón previsto; c) negativa de la víctima sacrificial a someterse al mandato; d) callejón sin salida que lo pone a él mismo en el altar oblatorio y arruina, al cabo, su carrera ministerial; e) consecuencia: no será Montero, como estaba previsto, la sucesora en la Vicepresidencia del Jefe; en su lugar, la hostil señora Díaz. Para castigar a los –y las– indisciplinados suyos, Iglesias se suicida. Y los mata a todos (y a todas). Es un clásico.
Hay coherencia, sí, en la confesión de ahora: es la coherencia en la impostura política: «El que se arrepiente de lo que ha hecho es dos veces miserable». O, en la más melancólica fórmula del judío español de Ámsterdam: «Ninguna razón me impele a afirmar que el cuerpo no muere más que cuando es ya un cadáver…, pues ocurre, a veces, que un hombre experimenta tales cambios que difícilmente se diría que es el mismo».