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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Lo de Milei

Si el nuevo presidente no se deja devorar por su propia caricatura grotesca, puede ser un antídoto para políticos y políticas como las de Sánchez

Actualizada 01:30

Si Javier Milei le cae mal a Pedro Sánchez, ya tiene un punto a favor, el mismo que Meloni, Feijóo o Abascal, que también le parecen peores a nuestro insigne presidente que Otegi, Junqueras, Puigdemont y probablemente hasta el líder de Hamás.

El plantón de Sánchez, que amontona ministros en las investiduras de cualquiera de los miembros del Grupo de Puebla y mantiene a Zapatero como embajador oficioso de Maduro y de Petro, es una confesión del lugar en el mundo que él quiere ocupar: el de Pablo Iglesias, insigne enviado especial del chavismo a Europa, perfeccionado y potenciado desde una Presidencia occidental.

Que nadie se engañe ya en esto: Sánchez está más cómodo mirando a Moscú que a Washington, a Caracas que a Buenos Aires, a Teherán que a Bruselas, a Pekín que a París y a Gaza que a Tel Aviv, aunque lo disimule un poco por razones de pudor, a la espera de ver qué bloque consigue la hegemonía para los próximos tres siglos, que de eso va casi todo lo que le pasa al mundo.

Y para sus planes ideológicos, Milei es una mala noticia: rompe el guion del populismo y se atreve a plantearse la pregunta que la política tradicional esquiva con negligente egoísmo: ¿hay que acabar con el bienestar del Estado para preservar el estado de bienestar?

La economía española es una prueba evidente de la necesidad de resolver esa cuestión: mientras el Gobierno bate récord de recaudación fiscal, la sociedad lo hace de empobrecimiento. Y mientras Sánchez utiliza esos recursos para consolidar un Estado asistencialista y clientelar, con la pobreza como negocio electoral; la ciudadanía productiva sufre una escalada confiscatoria combinada con una vejación constante a su esfuerzo y expectativas.

Ésa es la política que ha conducido a Argentina, y a buena parte de América del centro hasta la Patagonia, a la miseria extrema que también padecerá España a no mucho tardar si se siguen minusvalorando los riesgos de una política económica kamikaze trufada de un populismo de trinchera que sustituye la apelación a la reflexión por la consolidación de una identidad ideológica tribal, definida por el odio al rival.

Milei dijo cosas repugnantes durante la campaña electoral, con un afán provocador que será peligroso si de verdad representa su pensamiento sobre la condición humana, la represión argentina, el tráfico de órganos y otros asuntos analizados con la vulgaridad de un noctámbulo diciendo eso de «agárrame el cubata».

Pero una vez investido, con el voto de argentinos que han preferido el vértigo de lo novedoso al desastre de lo conocido, encarna una oportunidad reformista que ojalá no frustre con su tendencia al exceso: la de limitar la «industria política», el único sector que nunca sufre las consecuencias de los desastres que provoca, y la de hacer los ajustes necesarios en el Estado sin perder su cometido, revirtiendo en la sociedad el fruto de su esfuerzo, hoy secuestrado por políticos como Sánchez.

En Milei van a estar puestas todas las miradas: las de los francotiradores del sistema, dispuestos a abatir a la presa para no dejarle exponer sus abusos, y las de millones de personas de todo el mundo convencidas de que la crisis tiene una salida tan democrática como la de devolverle al pueblo lo que es del pueblo, hoy incautado por gobiernos intervencionistas, liberticidas y totalitarios.

Por eso Sánchez detesta a Milei: es una leve esperanza, si no se lo cargan el FMI, los Bancos Centrales y todas las instituciones antiliberales que juegan con la gente como un gato con un ratón y a él no le devora su propia caricatura; de que la política puede ser de otra manera.

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