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HorizonteRamón Pérez-Maura

Victoria histórica de la derecha y la libertad

Esta semana hemos vivido una victoria que representa la primera gran derrota de las políticas de «diversidad, igualdad e inclusión», conocidas por sus siglas en inglés DEI, que la izquierda internacional lleva décadas promoviendo

Actualizada 01:30

Occidente lleva décadas viviendo una regresión de las libertades cuya manifestación más clara es el auge y la imposición de las ideas woke. Si te opones a la discriminación positiva en razón del origen de la persona eres un racista; si te opones a la nueva ortodoxia sobre la identidad de género y las referencias al mismo a la hora de escribir, eres un fanático machista; si cuestionas las nuevas políticas medioambientales eres un radical anticientífico; si defiendes el derecho del Estado de Israel a garantizar su existencia eres un fascista. Sin más.

Esta semana hemos vivido una victoria en sentido contrario que representa la primera gran derrota de las políticas de «diversidad, igualdad e inclusión», conocidas por sus siglas en inglés DEI, que la izquierda internacional lleva décadas promoviendo. Tras una campaña para desenmascarar su sectarismo la presidente de Harvard, Claudine Gay, se ha visto obligada a presentar su dimisión. Por primera vez la izquierda ha perdido una batalla en los medios de comunicación porque hasta los más alineados con el wokeismo han tenido que reconocer que la señorita Gay tenía que dimitir tras ser la primera mujer elegida para presidir Harvard en la historia de la Universidad y pasar así a ser también la persona que ha ejercido el cargo de forma más breve.

El antiguo jefe de opinión del New York Times, James Bennet, que fue obligado a abandonar el cargo por publicar artículos políticamente incorrectos, decía recientemente en The Economist que su antiguo periódico «se está convirtiendo en la publicación por medio de la cual la elite progresista norteamericana se habla a sí misma sobre una América que realmente no existe.» Lo que me recuerda mucho a cuando Barbara Probst Solomon, aquella escritora norteamericana de referencia para la izquierda española, declaró en El País que no entendía cómo era posible que sus compatriotas hubieran reelegido a George W. Bush como presidente de los Estados Unidos (¡con la votación más alta de la historia!) «No lo entiendo porque no conozco a nadie que le haya votado». Así es la elite progre en Estados Unidos y en la mayor parte de Occidente.

En este proceso, por primera vez se ha resquebrajado el auge de lo DEI. La desbordante simpatía en los campus de las universidades más elitistas por la llamada «guerra de descolonización de Hamas en Gaza» ha evidenciado a muchos miembros del Partido Demócrata de la podredumbre que hay en sus universidades. La propia señorita Gay no fue capaz de asegurar que el código de conducta de Harvard no admitiera el llamamiento al genocidio de judíos.

Para alcanzar esta victoria los activistas de la derecha han empleado tres palancas: primero la reputacional evidenciando los plagios en prácticamente todos los textos de la señorita Gay, incluyendo su tesis doctoral; segundo, el financiero con el apoyo del gran gestor de fondos Bill Ackman que retuvo miles de millones de dólares en contribuciones a la Universidad de Harvard; y tercero el pilar político exponiendo en la Cámara de Representantes el antisemitismo de la señorita Gay. Llegó un momento que los grandes medios progresistas no pudieron seguir ignorando la historia.

Según Gallup la confianza de los norteamericanos en la educación superior ha caído del 67 por ciento en 2015 a un 36 por ciento en la actualidad. Y eso tiene mucho que ver con que la Universidad haya abandonado su misión de enseñar y provocar cuestiones y hoy defienda un adoctrinamiento político. Y ahí está el fondo de la cuestión en el que se ha logrado una gran victoria en el actual conflicto entre la verdad y la ideología, la igualdad de oportunidades y la discriminación, el buen gobierno y el liderazgo de los fracasados. Y ahí tiene que seguir dando batalla la derecha en todo el mundo. Como siempre repetía Otto de Habsburgo: «Nunca se gana las batallas que no se dan».

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