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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Tenorio

Doña Inés, que en la tragedia tendría que estar sollozando, cumplía con el sollozo, pero de risa

Actualizada 01:30

Una breve advertencia. Soy muy antiguo y creo que mi narración de hoy no es apta para menores. En caso de versión televisada, tendría la obligatoriedad de advertencia de dos rombos. O de tres.

Con 16 años, en Preu, ya era un enamorado de la Poesía. Recitaba muy bien. Y para celebrar el final de los tiempos colegiales, organizamos en el colegio Alameda de Osuna una representación del Tenorio de Zorrilla. Me lo sabía de memoria, recitaba de dulce y me encomendaron el papel protagonista de Don Juan. Las actrices provenían del colegio de las Irlandesas, y el papel de doña Inés de Ulloa le correspondió a una chica que me encantaba, donostiarra afincada en Madrid. Coro Allendemendiguren, todo junto.

En los muchos ensayos, sentí pecaminosas sensaciones, que a duras penas pude ocultar. El día del estreno, las sensaciones florecieron y me jugaron una mala pasada. A los 16 años, esas cosas ocurren. Don Juan Tenorio –el que aquí firma– vestía con unas mallas negras muy apretadas. Doña Inés, con un vestido blanco algo escotado. Y llegó la declaración. La temida declaración, la escena del sofá. La escena III del acto IV. Alfonso Ussía de don Juan y Coro Allendemendiguren de doña Inés.

Ilustracion Barca

Barca

Don Juan:
Cálmate, pues, vida mía,
Reposa aquí, y un momento
Olvida de tu convento
La triste cárcel sombría.
¡Ah! ¿No es cierto ángel de amor
Que en esta apartada orilla
Más pura la luna brilla
Y se respira mejor?

Y don Juan, acercándose en cada verso un poquito más a doña Inés –acercamientos prohibidos en los ensayos–, le hablaba a doña Inés de los olores de las campesinas flores, del agua limpia y serena que atraviesa si temor la barca del pescador. De la armonía que el viento recoge en los floridos olivares, del dulcísimo acento del ruiseñor llamando al cercano día… ¿no es verdad, gacela mía, que están respirando amor?

Y mientras don Juan recitaba, al joven actor, metido totalmente en su papel, le comenzó un súbito crecimiento desplazado hacia la izquierda de sus mallas negras, de muy difícil dominio y claudicación. ¿No es verdad, estrella mía, que están respirando amor? Y las líquidas perlas, y para no cansar a los lectores, su declaración plena. ¡Adorando, vida mía, la esclavitud de tu amor!

Pero doña Inés no le quitaba ojo a los imprevistos abultamientos bajo las mallas de don Juan. ¡Don Juan, don Juan, yo lo imploro de tu hidalga compasión. O arráncame el corazón, o ámame, porque te adoro!

Normalmente, al pronunciar tan bellas palabras, doña Inés mira a los ojos de don Juan. Pero Coro Allendemendiguren, algo asustada, lo que miraba era a otra cosa, que por nefas o porfas, crecía sin medida.

El joven actor cambió de postura, dio la espalda al público, e intentó aminorar el crecimiento del bulto, mediante flexiones y acoplamientos. Doña Inés, que en la tragedia tendría que estar sollozando, cumplía con el sollozo, pero de risa. Y del público surgió una voz. La de mi compañero de clase, el cordobés Alberto Bueno Frías, que le gritó a don Juan.

–¡Don Juan, no te «jurgues», que es peor!
Se bajó el telón. Como la Sinfonía Inacabada de Schubert, el Tenorio inconcluso de Zorrilla.
Y un detalle muy desagradable.
El padre de Coro Allendemendiguren, persiguiendo a don Juan Tenorio por el jardín del colegio mientras gritaba.
¡Botarate lujurioso, te voy a matar!
No apta para menores. Ni para enfermos del corazón.
¡Qué tiempos aquellos!
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