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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Quemar la bandera de Borgoña

Tenemos que pedir perdón ya y por todo: urge también borrar los estereotipos de altura en «Las Meninas», que se nos fue la mano.

Actualizada 01:30

Siempre ha habido un tonto por pueblo, pero ahora hay varios y alguno de ellos con las máximas responsabilidades. Uno de ellos ha sido nombrado ministro de Cultura, que es tanto como poner de ministro de Transportes a alguien conforme con que los trenes ardan: hay que ir acostumbrándose, dijo Óscar Puente, con una declaración de principios que es una amenaza extensible al resto del Gobierno.

Hay que acostumbrarse a que los narcos asesinen a guardias civiles, a que les esquilmemos con impuestos feudales, a que haya mejores barcos para ayudar a las mafias de la inmigración que a los vecinos de Barbate, a que no le ayuden con el ELA, a que prohibamos la agricultura.

Y a comer insectos, no ducharse, ponerse una inyección letal cuando moleste y a llamar «madre» a un militar de 1.90 con mejor arma que un francotirador checheno.

La nueva normalidad, que estrenó el visionario Pedro Sánchez tras confinar inconstitucionalmente a toda España para tapar sus retrasos con la pandemia, es eso: transformar el delirio en ley, pisotear el sentido común, recrear un universo distópico en nombre de causas en origen nobles y engordar a una élite política bulímica en relación inversamente proporcional a la anorexia económica, intelectual y social inducida al resto.

Ahora el bobo de la Cultura ha avanzado en su proyecto de «resignificar» la historia de España, para que pida perdón, revelando algunas de las obras artísticas que nacieron del mal colonialista y deben emprender su penitencia correspondiente.

Y entre ellas ha señalado a «La dama de Elche», como culpable de consolidar «un marco anclado en inercias de género o etnocéntricas»: el busto en cuestión, la muy malandrina o malandrine, es un emblema de los pueblos colonizadores del Mediterráneo Occidental. Y parecía tonta.

El fulgor revisionista, que cualquier día obligará a redecorar «Las Meninas» para suprimir a los enanos o a rebautizar el «Granada» de Albéniz por si a alguien le suena remotamente a expulsión morisca, también llega ya a los símbolos históricos, con Hernán Cortés y la bandera de Borgoña como penúltimos objetivos.

Del conquistador español poco puede alegarse: el muy salvaje, como le vino a definir la académica Mercedes Milá, perpetró la imprudencia de fundar el México moderno y librarlo de un sátrapa que ofrecía cada año a miles de seres humanos en sacrificio ritual a los dioses.

Y del confalón que acompañó a Felipe el Hermoso en su viaje a Castilla para esposarse con la pobre Juana, hija de los Reyes Católicos, nada debe replicarse: los tentáculos del franquismo se remontan a cuatro siglos antes del nacimiento del propio Franco, como todo el mundo en su sano juicio debe asumir.

El cuadro final puede parecer un hilarante compendio de idioteces sublimadas por analfabetos con ínfulas, pero es más grave que una chirigota inspiradora de columnas y comentarios jocosos: porque la culpabilidad congénita que se le carga a España, una nación brillante sin la cual no se entiende la propia humanidad, es también la excusa para imponer un borrado colectivo de su memoria, simbología y costumbres; imprescindible para instalar en ese vacío una reprogramación general adaptada al canon ideológico y las urgencias políticas de un poder cateto, sí, pero hegemónico.

Cuando se acusa a «La dama de Elche», se somete a Hernán Cortés a un Auto de Fe o se quema la divisa de la cruz de San Andrés se están legitimando, a la vez, los abusos del nacionalismo periférico contra España, que es el fin último del revisionismo en marcha: si tenemos que pedirles perdón a los aztecas, arrepentirnos del pasado íbero o esconder el emblema de los Tercios, ¿cómo no vamos a darle a esos pobres etarras y a esos reprimidos catalibanes lo que nos pidan, por el amor de Dios?

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