Ábalos
El hombre que fabricó a Sánchez puede destruirlo ahora, en un acto de justicia poética impecable
José Luis Ábalos es hijo de torero, lo que le une al destino taurino por antonomasia: vivir con una cornada o morir por ella. Su paso al Grupo Mixto tiene aromas al típico pacto sanchista en las sombras, con una intentona de limitar los daños en todas las partes: tú te vas del PSOE defendiendo tu honradez, con el correspondiente salario reglado, y yo digo que ya no estás con nosotros.
Sea un acuerdo más de los muchos que hace Sánchez en la sentina más próxima o una amenaza del interfecto, que se blinda a la espera del Tribunal Supremo y lanza el mensaje de que no se comerá la mierda él solo, el resultado es el mismo: otra huida hacia adelante, sin luces ni frenos, del tipo que junta a Bonnie and Clyde en un único personaje y ha llegado así a La Moncloa.
Ahora la consigna es decir que Ábalos es el único culpable, o en el mejor de los casos el máximo sospechoso, y que el pobre Sánchez es otra víctima más de las andanzas de un subalterno codicioso, como si él fuera la primera y máxima víctima del cártel de las mascarillas.
Pero la realidad, además de las investigaciones, dice otra cosa. Aun aceptando que Ábalos fuera de algún modo el Pablo Escobar del material médico, con su sicario Koldo haciendo el trabajo sucio, nada explica que Salvador Illa, Fernando Grande-Marlaska, Víctor Torres y Francina Armengol eligieran una de las empresas de la trama, fundada cinco minutos antes, para adjudicarle a dedo contratos millonarios que en sí mismos delataban la mordida posterior.
Porque si el padrino de las firmas era un alto cargo del PSOE a las órdenes de la tercera autoridad del PSOE, no hacía falta ser Premio Nobel para preguntarse si allí pasaba algo raro y hacer las consultas oportunas: nadie se juega el tipo, en plena pandemia, sin el visto bueno de la máxima autoridad, que obviamente es Sánchez.
Ya puede ser todo lo corrupto que se quiera Ábalos, en el caso de que lo fuera, que el juego de complicidades incrimina a todos los demás y arruina la intentona de limitar a un garbanzo negro los daños.
Sobre todo si al garbanzo negro lo mimó, como nadie, el propio Sánchez en agradecimiento a los servicios prestados: al hijo del torero le debe ganar las Primarias, con una estrategia de engaños y pactos que el Kennedy de Pozuelo jamás hubiera podido trazar solo.
Y al hijo del torero lo premió dándole casi todo el poder en el Gobierno y el partido, una salida del Consejo de Ministros sin acusaciones, un nuevo destino remunerado en el Congreso y el amparo absoluto ante escándalos de la magnitud de las maletas de Delcy o el rescate de Plus Ultra.
Sánchez concedió impunidad a Ábalos hasta que, por dársela, iba a aparecer como cómplice de sus andanzas con Koldo, el elegido para custodiarle los avales en aquella jugarreta que le llevó al liderazgo socialista. Y solo cuando tuvo miedo a que el escándalo se lo llevara por delante, apretó el botón nuclear del oprobio a ver si colaba.
Pero no cuela: Ábalos sin Sánchez no hubiera sido nunca gran cosa, pero Sánchez sin Ábalos no hubiese sido nada. La especulación de ambos con las mascarillas en plena pandemia, con los cementerios tan desbordados como los hospitales, les une definitivamente en el destino: solo un imbécil, o un pensionado del Régimen, puede pensar que la mano derecha no sabia lo que hacía la mano izquierda, ambas sincronizadas y con la palma extendida.