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VertebralMariona Gumpert

Voto del miedo

Lo único que le pido ya a un partido político es que no convierta España en una jungla donde resulte imposible vivir, como ya ocurre en muchas zonas de Europa

Actualizada 01:30

Dicen que las redes sociales resultan tóxicas. Para mí son sólo una herramienta, depende de cómo decidamos usarla: la capacidad de romper el núcleo del átomo nos permite arrojar bombas terribles o crear energía limpia y curar con medicina nuclear. La principal utilidad que me trajo esta red social fue la de aprender a dejar pasar conversaciones inútiles; me enseñó que, en demasiadas ocasiones, debatir con alguien es como jugar al ajedrez con una gallina.

Ah, pero a veces tenemos recaídas. Hace unos días resurgió en mí la irracional esperanza de que una parte considerable de las personas puede ser razonable, al menos en algunos aspectos. Olvidé la disonancia cognitiva, ese mecanismo mental que nos impele a pelearnos como gato panza arriba frente a ideas que tengan el potencial de romper nuestros esquemas mentales más arraigados. Volví a mantener conversaciones –en la vida real y en la virtual– con gente en mis antípodas ideológicas. Mostré respeto, fui educada pero no renuncié a mis derechos fundamentales: libertad de pensamiento y de expresión.

Me quedé desolada. Por lo visto lo del pluralismo político es sólo para lo que algunos consideran como aceptable. Pero esto no es lo más importante, acémilas hay en todo el espectro político. Lo que más me sorprendió es que no resulta una figura retórica lo de apelar al fascismo al hablar de los votantes del PP y Vox. Teresa Ribera dijo hace poco en un acto de partido que la derecha nos quería ver a las mujeres en casa con la pierna atada a la cama, ¡y de verdad lo asumen como válido! Deben de vivir en un mundo paralelo al mío, pues sólo conozco una familia que pueda vivir con un solo sueldo. De cama, nada. A trabajar.

Otra persona me dijo, indignada, que queríamos matar a los transexuales. Estuve a punto de decirle que si temía por su vida lo que más le convenía en este momento era votar a Vox por su política contra la inmigración ilegal. Si yo fuera lesbiana lo tendría claro: por mujer y por lesbiana. Pero, por lo visto, los votantes liberales o conservadores somos los que tenemos los machetes guardados en casa para, cuando llegue el momento oportuno, ir rebanando cuellos progresistas a diestro y siniestro; son ciegos a los protagonistas de reyertas callejeras matándose entre ellos, a nosotros o a policías que les defienden contra la ultraderecha, como ocurrió hace unos días en Manheim. Ese debería ser el verdadero voto del miedo, pero, a pesar de que estamos en elecciones europeas, los votantes «woke» se niegan a ver lo que ocurre en países como Inglaterra, Suecia o Francia.

Lo más triste de todo es que ni siquiera sirve hablar de la experiencia personal para decir que no se trata de racismo o xenofobia. No sirve decir que mi marido es inmigrante, que lo hemos sido en Inglaterra. Que allá hemos visto salir al ejército a la calle por riesgo de ataque terrorista; que entonces hicimos amigos musulmanes encantadores. Algunos eran médicos que aceptaban la cultura en la que vivían insertos y aportaban mucho al país en cuanto galenos y como ciudadanos civilizados. También vimos mujeres con burka caminando detrás del marido, y supimos de cómo las autoridades y medios de comunicación ocultaban barbaridades de forma sistemática por miedo a la islamofobia. No se trata de eso. La cosa va de lógica matemática (en España no cabe todo el mundo) y de sentido común. Quizá a gente mayor, con sus vidas hechas, no les importe demasiado esta clase de disquisiciones. Pero a mí, que soy madre de un niño de diez años y de una de siete, lo único que le pido ya a un partido político es que no convierta España en una jungla donde resulte imposible vivir, como ya ocurre en muchas zonas de Europa. No pido nada más. Ni nada menos.

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