No me gusta el fútbol femenino
Ojo a esta declaración de riesgo: es menos osado defender que Otegi elija presidente del Gobierno
La declaración que encabeza este artículo es, en nuestra España inclusiva, un deporte de riesgo. Aquí puede defenderse que un terrorista elija al presidente del Gobierno; que se ofrezca un cupo catalán, la persecución del español o la amnistía al delincuente a cambio de unos votos o, incluso, que unos tipos incapaces de controlar el precio de la cesta de la compra, los tipos de interés o la entrada masiva de la inmigración irregular se sientan capaces, nada menos, de revertir el cambio climático.
Y que lo hagan por el curioso método de subirte aún más los impuestos en nombre del ecosistema y de restringirte el uso de todo aquello que alumbró la civilización, desde el coche al avión, hoy incipientes artículos de lujo para las minorías regulatorias.
Pero ojo, al fútbol femenino ni mentarlo. A Hermoso, Putellas y Aitana ni me las toques, salvo para denunciar el injustificado agravio salarial que sufren en comparación con Nico Williams, Vinicius o hasta el bueno de Nacho o para suscribir que el hortera de Rubiales, amén de un gañán incapaz de representarse ni a sí mismo, es un peligroso delincuente sexual.
Pues no nos gusta el fútbol femenino, qué pasa. Nada tiene que ver con las mujeres: la natación, el tenis, el bádminton, el atletismo o la gimnasia deportiva son, cuando las practican ellas, disciplinas apasionantes, tan competitivas o más que las masculinas e incluso estéticamente un punto superior en algunos casos.
De todas las imágenes olímpicas de París, las de Simone Biles, Katie Ledecky o Femke Bol ganando sus pruebas con una superioridad pletórica, una precisión quirúrgica y una plasticidad insuperable, son las mejores: nadie sano ve allí mujeres, como nadie ve en la estupenda Ana Peleteiro a una negra hasta que ella lo dice; solo a espléndidas deportistas inigualables en lo suyo e inalcanzables para el resto de mortales, de cualquier sexo y condición.
Y eso no pasa con el fútbol, con perdón: será porque el campo es demasiado grande y las porterías demasiado anchas y altas, pero el espectáculo se desluce en la comparación con el de los hombres y en proporción a su capacidad física, que es inferior pese al empeño en negar lo obvio o restarle la influencia que eso tiene, como si decir que son más bajitas, corren más despacio y tienen menos fuerza fuera un desprecio machista y no una evidencia científica.
No hagamos sangre con la eliminación de España ante Brasil, con un gol en propia puerta difícil de ver en un partido entre solteros y casados, pero aprovechemos las circunstancias al menos para reflexionar al respecto de qué mensajes equivocados se lanzan en torno a la mujer, por razones estrictamente políticas, que al final pueden ser contraproducentes para una causa noble, la de la igualdad, en su conjunto.
Putellas no es Mbappé, como no lo son los 900.000 futbolistas federados en España, incluidos los de élite. Y no pasa nada. Sí acaba ocurriendo cuando se magnifica lo mundano, se eleva a categoría épica, se utiliza como ariete ideológico y se presenta como una batalla de género, cultural o política con desprecio a lo sustantivo del asunto: el deporte.
En realidad, sí me gustan los partidos de las chicas, con sus virtudes y defectos, aunque solo fuera porque escupen menos y no se tocan tanto las zonas septentrionales, lo cual es mucho de agradecer.
Ahora solo les falta que no se dejen usar, que reduzcan algo las dimensiones del terreno de juego y que recuperen la destreza que las hizo campeonas del mundo: suele ser más rentable meter los goles en la portería contraria que en la propia, al menos con las actuales reglas creadas por siniestros señores.