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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Salvador Illa, otro presidente separatista

Cataluña y España tienen líderes peores aún que Puigdemont: hacen lo mismo que él, con menos gritas pero más herramientas

Actualizada 01:30

Salvador Illa ya es presidente de la Comunidad Autónoma de Cataluña, lo que de entrada plantea una reflexión sobre los peculiares arcanos de la política, tan distintos a los de la vida cotidiana: no hay ningún otro ámbito en el que se premie tanto el error, la vergüenza o el fracaso si se guarda lealtad al patrón.

Se puede, solo ahí, ser el peor ministro europeo de Sanidad durante una pandemia, jamás auditada pese a las evidentes chapuzas que agravaron el drama; y poco después convertirte en «molt honorable». Algo que, con esos antecedentes, suena a cruel ironía.

La trompetería sanchista no solo olvida ese currículum, agravado por la mafia de las mascarillas montada mientras tantos morían y todos se confinaban inconstitucionalmente, sino que lo convierte en un trampolín: al parecer pesan más la voz baja y la titulación en Filosofía que los deméritos, las mentiras y las tropelías cometidas de ministro; como si lo primero fueran virtudes inmejorables para el cargo y lo segundo meros accidentes sin importancia.

El socialismo catalán es peor que el separatismo, al que legitima desde hace décadas por el método de comprarle toda la mercancía y envolverla en un lazo: es el mismo producto, pero con tres decibelios menos.

Por eso Illa tomó posesión despreciando la bandera de España, lo que en sí mismo constituye su primera ilegalidad flagrante, de las muchas que tiene pensado, pactado y firmado perpetrar.

No es una opinión acelerada ni un prejuicio ideológico: es la transcripción del acuerdo que él y Sánchez han firmado con Junqueras y Rovira para acceder al poder, de nuevo a un precio inasumible para cualquier persona decente.

El presidente filósofo, ése que no ha sido capaz de explicar aún por qué España sufrió la primera ola de virus más devastadora de Europa, ha asumido la agenda y el relato secesionista, en el fondo y en las formas, de la A a la Z, de cabo a rabo, como si esa rendición fuera menos grave si se hace en nombre del PSOE y se comenta entre susurros.

El cupo catalán, que es como exonerar a Alemania de contribuir a la subsistencia de Europa; la inmersión lingüística total, que incluye la persecución definitiva del español; la apuesta por el «Estado plurinacional»; la asunción de la consulta como método para dirimir el «conflicto» o la aceptación de la bilateralidad entre el todo y una parte aparecen en el contrato firmado por Illa y Sánchez con ERC.

Es decir: se pretende esparcir la idea de que el «procés» ha acabado por el sorprendente método de asumir el «procés» original y ampliarlo, como nunca, al incluirlo también en la agenda de prioridades del Gobierno de España.

Cataluña no va a tener un presidente que declare la independencia exprés ni invada calles, autovías, comisarías o aeropuertos, es cierto. Pero por la única razón de que no necesita hacer todo eso para llegar al mismo destino que sus predecesores, por convicción o por necesidad, pero con más rapidez y éxito que todos ellos.

Tiene a Pedro Sánchez a su vera y aunque en el futuro inmediato nos cansaremos de escucharles aquello de «no es lo que parece», que nadie dude de que lo es. Porque ninguno de los dos sería presidente, simplemente, sin haber aceptado convertirse en cómplices y rehenes de todo aquello que, en un país serio, debían ser los primeros en combatir.

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