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El observadorFlorentino Portero

No todo tiene solución

Confiaban en que al enfrentarse a Israel movilizarían a la calle árabe, pero sólo han conseguido que sus gobiernos se mantengan firmes y unidos en su política de entendimiento con Israel y de rechazo al radicalismo y al hegemonismo iraní

Actualizada 01:30

La ejecución del máximo dirigente de Hamás ha reabierto el viejo debate sobre la utilidad de estas acciones. Debate al que ya asistimos cuando su predecesor sufrió la misma suerte en un establecimiento gubernamental en Teherán ¿Para qué? La búsqueda de una respuesta medianamente seria nos lleva a enfrentarnos a otra pregunta aún más difícil de contestar ¿Qué podemos entender por victoria cuando un estado democrático como Israel sufre una agresión característicamente asimétrica, como la ocurrida hace ahora algo más de un año? ¿Qué tiene que ocurrir para que se pueda considerar que los objetivos enunciados por el gobierno han sido alcanzados?

Hamás no representa a un estado soberano, ni siquiera a uno virtual como Palestina. Tampoco es una milicia, porque es mucho más: una cultura, un partido, un sindicato de intereses… Israel se ha concentrado en degradar sus capacidades militares y políticas hasta el punto de que tardará bastantes años en poder recuperar una cierta operatividad. Al tiempo ha dejado muy claro a los gazatíes, y a todos aquellos que en el conjunto del islam sienten simpatía por esta organización, que el precio a pagar es muy alto. Desde hace mucho tiempo sabemos que la disuasión no funciona con organizaciones fanatizadas, pero la destrucción sistemática de su entorno desanima durante un tiempo la tentación de nuevas aventuras. Hamás contaba, y cabe suponer que sigue contando, con muchos apoyos entre la población gazatí. Lo pudimos constatar en las terribles imágenes que recogían el entusiasmo popular ante la exhibición de cuerpos destrozados por las calles. Esos saben de su responsabilidad por lo que están viviendo, como también lo saben aquellos otros palestinos ajenos a Hamás, sin responsabilidad alguna por lo ocurrido, que tienen que sufrir las consecuencias de su barbarie.

Ejecutar a los máximos dirigentes, a los responsables de la agresión, no acabará con Hamás. Eliminar físicamente a la mayor parte de sus milicianos tampoco pondrá fin a la existencia de esta organización. Nadie se engaña. Pero todos saben que la operatividad y prestigio de esta organización está sufriendo un severo daño y que, a fin de cuentas, tardará mucho tiempo en volver a suponer una amenaza para la seguridad de Israel.

Hamás en Palestina, como Hizbolá en El Líbano, no es un fenómeno episódico. En realidad, es la expresión espaciotemporal de una forma de vivir el islam, la que hemos dado en llamar islamista. El islamismo es tan antiguo como el islam; no concibe la interpretación de los textos originales, sino su estricto cumplimiento; teme y rechaza el contacto con otras culturas; no entiende de estados sino de una comunidad de creyentes, la umma, que vive bajo la ley coránica, la sharía, en el marco jurídico y político del califato. Es una interpretación legítima, aunque anacrónica, que condena a esas poblaciones a vivir bajo regímenes fanáticos y dictatoriales.

El islamismo es consustancial al islam. Los españoles lo hemos vivido en nuestra propia carne durante siglos, aunque la pérdida de un bachillerato que merezca tal nombre haya privado a muchos conciudadanos de una mínima formación histórica. En las próximas décadas y siglos seguirá habiendo organizaciones de este signo, que en ocasiones llegarán a establecer regímenes políticos en aquellos estados que lleguen a controlar. En la medida en que la población musulmana crezca en Europa o en otras regiones lo lógico, algo que deberíamos «descontar», es que formaciones islamistas se harán presentes en los ámbitos cultural, político o terrorista.

La «victoria» no llegará tras una ceremonia de armisticio en la que un oficial superior rinda sus tropas. En un conflicto asimétrico los islamistas, hoy reunidos en el Eje de Resistencia gestionado por Irán, perderán si su propia gente les da la espalda, si su operatividad disminuye hasta el punto de no poder cuestionar la existencia de su enemigo. El fracaso de las políticas nacionalistas árabes a la hora de resolver los problemas de la gente, con el trasfondo de la crisis de la globalización y del inicio de la Revolución Digital, les ha permitido ganar la simpatía de una parte importante de la población. Sin embargo, las circunstancias han cambiado. Las tensiones internas, sus fracasos en el campo militar, la pérdida de apoyo político y financiero por parte de estados, organizaciones y particulares, el sufrimiento que sus acciones generan entre sus propios pueblos… los están aislando. Gaza es sólo un teatro de operaciones más. Confiaban en que al enfrentarse a Israel movilizarían a la calle árabe, pero sólo han conseguido que sus gobiernos se mantengan firmes y unidos en su política de entendimiento con Israel y de rechazo al radicalismo y al hegemonismo iraní.

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