UGT y Pep Álvarez, esos obreros
El líder sindical encabeza otro ministerio sin cartera que, a cambio de tapar a Sánchez, vive del cuento
La última vez que Pepe Álvarez trabajó en algo ajeno al potosí público, se pagaba en maravedíes, España se preguntaba qué hacer con Cuba y se discutía si convenía reconocer a las mujeres el derecho al sufragio, negado por una parte de la izquierda, no toda, pero suficiente para entender su genoma reaccionario: aunque presume de progresista, nada hay más caduco que mirar siempre hacia atrás, a un mundo que ya no existe, por miedo a enfrentarse a un futuro que tal vez no sea el mejor ni sea suyo, pero es el que toca.
El secretario general de la UGT, un asturiano que se hace llamar «Josep» cuando va a Cataluña a celebrar la Diada cerca de Junqueras y no muy lejos de Otegi, va a renovar en el cargo, un hito de longevidad solo equiparable al de Jordi Hurtado en TVE y no muy lejos del de Lucy, la australopithecus más antigua de la que se tiene constancia.
Don José cubrirá casi dos décadas cuando termine su nuevo mandato, lo que arrojará un balance estremecedor: se liberó de toda huella de trabajo en 1976, cuando la mili se hacía con lanza y Copérnico peleaba por demostrar la teoría heliocéntrica del sistema solar, y dos milenios después sigue teniendo el arrojo de pontificar sobre la vida real, que nunca practicó.
Hubo un tiempo, antes y después de la Transición, en que los sindicatos fueron mucho más activos que el cobarde PSOE en la reivindicación de la democracia y en el reparto justo del dividendo del progreso, cuando peleaban en minas, astilleros e industrias la distribución de la incipiente riqueza.
Pero hace tiempo que se aplicaron la reconversión y hoy son un Ministerio oficioso, como RTVE, el Tribunal Constitucional o la Fiscalía General del Estado, a disposición del señorito que los financia: Álvarez es, como Intxaurrondo, García Ortiz o Broncano, el esclavo que presume de libre para disimular que todo el combustible de su depósito procede de la misma manguera.
El fraude sindical nace del mismo ecosistema subvencionado por Sánchez que intenta obligar a la gente a aplaudir y disfrutar de lo que en realidad no ven no tienen, pero se martillea desde organismos públicos para recrear una realidad falsa no tan distinta de Matrix.
Álvarez, que podría ser patrocinado por Ikea por su heroica disposición a demostrar la calidad de sus sillones y somieres, es como Tezanos en el CIS, un inductor de falsos avances orwellianos para tapar la dura realidad, un tipo que nunca intenta saber lo que pasa en la calle y trabaja, por llamarlo de alguna manera, para que la calle piense lo que ni puede comprobar con sus propios ojos ni disfrutar con sus riñones deslomados.
El Congreso de la UGT, la marca de Largo Caballero y otras hierbas del montón, ha intercambiado con Sánchez unos euros por un discurso, según el cual España va como un tiro, crece como nadie y solo está amenazada por una conspiración fascista, aunque luego la afición se mire al espejo cada mañana y solo vea el reflejo de sus apreturas y el eco remoto de los tratamientos de belleza de Sánchez y de su esposa, que cada día actúan peor pero lucen más jóvenes.
Los sindicatos saben ya tanto del trabajo como el demonio de Dios, pero adornan el montaje a cambio de unas monedas que les dan para mantener a sus Álvarez sin dar palo al agua: la renovación del eterno liberado prolonga el parque temático del sanchismo, consistente en llenar la atmósfera de actores secundarios de una función que vende prosperidad pero solo reparte miseria.
No hay nada más tonto que un trabajador simpatizante de la UGT, una fuerza reaccionaria que se camufla con bisutería barata, trajes del chino, comida precocinada y una paga mensual que desabastece las neveras ajenas pero llena de crustáceos las propias, al grito de guerra de «¡A las mariscadas!».