Broncano
No se trata de un simple pulso entre celebridades del ocio: Sánchez no da puntada sin hilo en TVE
Pensaba pasar por alto lo de Broncano, que es un chico simpático al que no veo por mis horarios de alondra, pero ni falta que hace: según sus exégetas, ha revolucionado la televisión mundial con una vanguardista vuelta de tuerca a los chistes de gangosos, tan innovadores siempre: cuando descubra los de mariquitas, esto va a ser un no parar de ingenio. Y si lo dicen ellos, quién es uno para llevarles la contraria.
Pero la polémica suscitada por un asunto tan menor como su disputa con Pablo Motos obliga a dedicarle unas humildes líneas, no tanto por los hechos en sí cuanto por el uso que quiere dárseles: al parecer, en esa disputa se dirime la confrontación eterna entre las dos Españas, resuelta en 1978 con brillantez y reabierta por Sánchez con mediocridad.
El trampantojo de forzar una especie de partido de vuelta de la Guerra Civil es un vulgar recurso para esconder la fetidez de sus pactos, equivalentes a abrir un bar con el violador de tu hija, con la sobreactuación de fabular un peligroso enemigo que lo justifique todo: el antifranquismo actual es, sobre todo, el pijama que se ponen los socialistas para encamarse con Otegi y que parezca un accidente.
En esa dialéctica perversa, en la que una tropa de nietos consentidos viene a reprobar el esfuerzo de sus abuelos por sembrar la convivencia y les regañan por no entender lo que solo ellos vivieron, Broncano es señalado como la Resistencia y Motos como la División Azul, sin que en ninguno de ambos se aprecien indicios razonables de encarnar tales papeles.
Hasta ahora. Porque el salto dado por el primero a las barricadas contradice la tesis de que lo suyo es el entretenimiento y parece justificar el esfuerzo político de su fichaje: no se trataba de discutir con un competidor por ver quién se lleva primero el gato al agua de un entrevistado de moda, sino de sumarse indirectamente a la teoría de que en España existe una máquina del fango que persigue al Gobierno legítimo y poner su granito en la ceremonia de señalamiento de los inductores de tan alucinógena conspiración.
Solo hace falta ver el guateque concelebrado por todos los programas de TVE a la salud de Broncano, y el clímax casi orgásmico alcanzado por los feligreses de Sánchez para entender que esta es otra jugada política más en la persecución de la disidencia: empezar por la destrucción de comunicadores menos veteranos en la liza política, como Iker Jiménez o Pablo Motos, es el entrenamiento para salir a la caza de las piezas mayores.
En la misma medida en que Sánchez desató una feroz campaña contra los jueces y los periodistas hace meses, preparando el terreno para que cuando llegaran los autos de los primeros y las informaciones de los segundos ya estuviera establecido el relato del lawfare y del «bulo» como antídoto, tan burdo como práctico ante una feligresía ovina; el ímpetu cinegético contra comunicadores de perfil lúdico es el preludio de la cacería de sus hermanos mayores, se llamen Herrera, Vallés o Rubido.
Y que esto se haga desde una televisión pública, convertida en plataforma para esparcir la doctrina del régimen y financiar a quienes la amplifiquen, no es más que la continuación impúdica, pero razonable de toda la estrategia sanchista de colonización del Estado para que, cuando lleguen las curvas de la corrupción, la derrota y la réplica social, se haya creado un vulgar ecosistema protector del abuso y proscripción de la alternancia.
Como Broncano no tiene un pelo de tonto, aunque sus berreas hagan dudar de ello, ha de saber las consecuencias de sus decisiones y la explotación política de las mismas y sentirse cómodo en ellas: tan libres e iconoclastas no seremos cuando, al final, entre tanto chistecito y preguntita parvularia, uno acaba de asistenta del poder, remunerada con dinero público, que es el oficio más antiguo del mundo. No es lo mismo hacer el ciervo que ser un siervo: una simple letrita lo puede cambiar todo.