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Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

La discordia religiosa

Instalar un belén en un edificio público no es atentar contra la libertad religiosa, sino tener en cuenta las creencias religiosas de la confesión mayoritaria de la sociedad española

Actualizada 01:30

Todo decir humano es circunstancial. Se habla siempre aquí y ahora. Entender significa no solo conocer el sentido de las palabras, sino también quién habla y a quién lo hace. La circunstancia condiciona también lo que se debe decir y cómo decirlo, y lo que conviene callar. No es lo mismo la palabra que un profesor dirige a sus alumnos, que la que un padre habla a sus hijos, un sacerdote a sus feligreses, un diputado a la Cámara, o un escritor a sus lectores. La verdad no es un salvoconducto ni patente de corso para bocazas. La mentira nunca es lícita, pero la verdad puede dejar de serlo si no se acomoda a la situación y a la prudencia. La sinceridad exacerbada y frenética deja de ser una virtud. Así, un ministro no debe valorar las sentencias judiciales, como tampoco un juez puede pedir el voto para un partido político. Ni el jefe del estado exponer sus ideas particulares.

En España abundan los ansiosos por cantar las cuarenta y los devotos de «al pan, pan…». Don Quijote reprochaba a Sancho la frecuencia con la que recurría al refranero. No sé si los refranes reflejan la sabiduría popular, pero, acaso precisamente por eso, cuando escucho uno me pongo en guardia.

La situación de la religión en la vida pública queda muy clara en nuestra Constitución y, añadiré, de manera muy correcta. Su artículo 16 garantiza la libertad religiosa sin más límite que la defensa del orden público garantizado por la ley. Y su párrafo 3 establece: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la iglesia católica y las demás confesiones». Combatir algo no parece que sea una forma de cooperación. La cosa está muy clara. Instalar un belén en un edificio público no es atentar contra la libertad religiosa, sino tener en cuenta las creencias religiosas de la confesión mayoritaria de la sociedad española. Y si a alguien, por algún problema personal, le molesta o incluso le ofende debe acogerse al tan extendido como maltratado principio de la tolerancia. Además, los adoradores del principio de la mayoría, incluso en los ámbitos en los que no es pertinente, deberían ejercer aquí la coherencia. En caso contrario parecería que la mayoría tiene razón, pero bajo la condición de que coincida con sus ideas y prejuicios. En cualquier caso, la regulación constitucional no establece la expulsión de la religión (del cristianismo, para qué nos vamos a engañar) del ámbito público ni la asunción de una especie de ateísmo de estado. Además, la Iglesia católica es, pese a graves errores pasados y actuales, una de las instituciones que más radicalmente defiende la libertad religiosa y la única de las tres grandes religiones monoteístas que no postula la existencia de un derecho revelado.

Entonces, ¿qué sucede? ¿a qué viene esta absurda querella, esta discordia religiosa? Creo que proviene de un odio al cristianismo («cristofobia») que se ha ido propagando por Europa desde el siglo XVIII y cuya causa principal no reside en los muchos errores cometidos por la jerarquía eclesiástica y por muchos católicos. Sin ellos, el odio sería el mismo o muy parecido. La prueba está en las contradicciones religiosas del «progresismo» radical. Odian al cristianismo, del que proceden la mayoría de sus principios y valores, aunque no bien entendidos y aman rendidamente religiones que rechazan la separación entre la iglesia y el estado y aborrecen la tradición de la ilustración.

La verdad es que no cabe extrañarse de la persecución a los cristianos. Ya lo anunció Cristo: «y seréis odiados por todos a causa de mi nombre» (Mateo, 10, 22). «No he venido a la tierra a traer la paz» (Mateo, 10, 34). Ni el mal soporta al bien, ni el mundo al espíritu.

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