Se les fue la pinza y llega la ley del péndulo
Los excesos de la izquierda en temas de moral y costumbres están provocando una vuelta al sentido común, la espiritualidad, el patriotismo y la belleza
Se les ha ido muchísimo la pinza en su afán de imponer su visión del mundo, que pretenden única. Y el resultado es la inevitable ley del péndulo. Ha comenzado un efecto rebote contra el «progresismo» obligatorio. Vivimos una contrarrevolución del sentido común, la espiritualidad, el patriotismo y la belleza.
Como tenemos memoria de pez igual ya casi lo hemos olvidado. Pero hasta hace poco teníamos a dos iluminadas sin currículo ni conocimiento sentadas en el consejo de ministros que salían a desvarío semanal. Una de ellas, la de la dacha serrana y el marido más gandul que el ficus de su despacho, llegó a defender el derecho de los menores a tener relaciones con quien les plazca si son consentidas. La otra, que aún sigue chupando de su escaño, hablaba de 16 modelos diferentes de familia y pretendía hacerlos ley. Ambas fenómenas liquidaron la presunción de inocencia de los hombres en las relaciones sexuales y además con su burramia legislativa soltaron a casi mil violadores.
Ha habido más novedades. Las menores de 16 años, que tienen prohibido comprar una lata de cerveza, pueden abortar sin consentimiento paterno. Los médicos de la sanidad pública ya pueden matar legalmente a quienes lo soliciten (un disparate así solo es legal para el 2,5% de la población mundial). El hecho biológico hombre-mujer ha sido cuestionado por el poder imperante, embarcado al tiempo en una extraña promoción de la homosexualidad y la transexualidad, que ha sumido en dudas y confusión a muchos niños y casi convierte a los heterosexuales en unos carcamales, que quizá deberían modernizarse y empezar a probar.
La familia de padre, madre e hijos, la tradicional, que los estudios prueban tozudamente que es la mejor sienta a los chavales, es mirada con sospecha. Se ensalzan «nuevas formas de relación», que son primadas en las ayudas. «Los hijos no son de los padres», soltó en memorable proclama una ministra de Educación de Sánchez.
En un país mayoritariamente católico, y que extendió esa fe por el orbe, toda alusión a Dios debe desaparecer de la vida pública. Ni siquiera el Rey, a diferencia de su par inglés, se atreve a citar a Jesucristo en su alocución navideña. Hacer chistes blasfemos de cero neuronas a costa de los cristianos es la última moda de los cómicos del régimen «progresista» –con los islamistas se les acaba el humor– y el Gobierno anuncia reformas para que se pueda insultar a los católicos con barra libre (pero eso sí, está prohibido por ley contar con libertad lo que ocurrió en España entre 1931 y 1975).
Los premios culturales del Estado son de manera casi obligada para «creadores comprometidos», léase de izquierdas, a ser posible mujeres o nacionalistas periféricos. Las series Netflix que engullimos no están completas sin una familia rota y los inevitables personajes de las cuotas de la corrección política. Los museos de arte moderno del Estado se han llenado de morralla epatante, que pagamos con nuestros impuestos. Un material pedante, que no interesa a nadie y puede hacer cualquiera. En las mecas de la ópera se programan puestas en escena politizadas, que inmolan los grandes clásicos en el altar del cutre-wokismo. El feísmo gana parcelas por todas partes a la gran belleza.
La nación, en nuestro caso una de las más antiguas de Europa, es aquí insólitamente despreciada por su propio Gobierno, que rinde pleitesía a unos regionalismos que gastan ínfulas de superioridad paleta e insolidaria. El más elemental y sano patriotismo es tachado ahora de «fascismo».
La saludable e imprescindible lucha contra la contaminación y para preservar el medio ambiente ha derivado en una apocalíptica y doctrinaria seudo religión climática, que se consuma haciendo el pánfilo respecto a Rusia, China y la India y que está lastrando las economías occidentales. La gente corriente se ve forzada a comprar coches más caros en nombre del dogma climático, mientras nuestros competidores asiáticos se hacen de oro vendiéndonos sus eléctricos a bajo precio, gracias su dumping, con lo que estamos cargándonos nuestra medular industria del automóvil.
Se condena el esfuerzo por facha, ya sea en la educación o en el puesto de trabajo. Se fomenta una igualación económica a la baja. Se coarta el legítimo afán de ir a más poniendo plomo fiscal en las alas de la gente que quiere volar. Se sospecha del que ha triunfado por su talento o por su laboriosidad y se le desprecia con el epíteto de «rico».
El Estado debe mandarlo todo. Nuestros espacios de libertad personal son acogotados por el providencial Gobierno benefactor. El individuo ha de convertirse en esclavo para que el pueblo sea libre, como advertía Constant de Rebecque.
En el inicio de este siglo, la izquierda ha lanzado una gran ofensiva en el campo de la moral y las costumbres, a golpe de corrección política, relativismo y victimismo. Y muchísima gente anónima está hasta las meninges y empieza a decir basta. Ha comenzado en medio mundo una contrarrevolución del sentido común y llegará también a España. Este esperpento no es perpetuo.