Cartas al director
Por un acceso a la universidad justo
Mes de junio. Tónica habitual en la mayoría de institutos y universidades. Los estudiantes del segundo curso de Bachillerato de la última etapa de la faceta superior no obligatoria de la Educación Secundaria se someten a la que, pese a cualquier vaivén burocrático, sigue siendo conocida como la «Selectividad».
En función de la comunidad autónoma a la que se esté circunscrito, partiendo de cierta base central, los alumnos tienen que examinarse de una serie de materias que solo pueden variar un poco, en la medida en la que su itinerario haya podido tomar un camino u otro: Humanidades, Tecnológico, Ciencias de la Salud y Ciencias Sociales. Puede variar, de una u otra forma, la cuestión lingüística.
El caso es que existen dos puntos fuertes, de carácter crítico, en el debate. Uno de ellos es que no es tan necesario que, en muchos territorios, los alumnos pasen por un coladero en el que se evalúe exactamente lo mismo que en su colegio o instituto. El otro es que, ya que la nota de corte puede servir, en principio, para entrar en cualquier universidad del sistema educativo español, debería de ser homogénea a todo el territorio (aparte de los posibles problemas del nacionalismo periférico).
Toda queja debe de ser, en principio, atendida. Es más, uno piensa que el asunto debe de tener alguna solución, desde un plano no necesariamente utilitario. Es cierto que no tiene sentido que una persona más entendida en metabolismo que en macroeconomía o en latín que en álgebra matricial no deberían de tener la misma prioridad ante carreras como Administración y Dirección de Empresas o Ingeniería de Telecomunicaciones.
De igual modo, es cierto que no tiene sentido que, por ejemplo, una prueba común tenga el logotipo de la universidad X para estudiar en la universidad Y, que puede haber elaborado una prueba algo más compleja (es cierto que el nivel no educativo no es el mismo en todas las regiones). Pero, en verdad, la cuestión ha de ser más trascendente, ir más allá del utilitarismo. Es más, ocurre directamente, ya que la espontaneidad y el sentido común van de la mano.
La libertad de educación es un principio que algunos como quien escribe estas líneas tienen por bandera. No hace falta entrar a discernir sobre el principio de subsidiariedad. Más bien, basta con dejar a cada entidad o institución establecer los mecanismos más adecuados para seleccionar a los partícipes de sus programas. Que nadie, de orden superior, tenga que imponer consideraciones artificiales. Libertad de admisión y, por ende, de oportunidades.