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Editorial

Sánchez humilla a España también con Puigdemont

Su reforma penal al dictado del separatismo amnistía casi por completo al cabecilla del golpe en Cataluña

Actualizada 09:14

El juez Llarena, cuyo impecable trabajo jurídico en la persecución de las ilegalidades del Golpe institucional en Cataluña fue clave para las condenas posteriores del Tribunal Supremo, se ha visto obligado a retirar la acusación formal de sedición al fugado Puigdemont y, con él, a otros tres dirigentes de aquella Generalidad insurgente que también estaban señalados en sus respectivas euroórdenes.

La decisión del magistrado no es gustosa, probablemente, pero sí inevitable: una vez derogado el delito, por la vergonzosa concesión de Pedro Sánchez a los extorsionadores políticos a los que denomina aliados, no le quedaba más opción que retirar la acusación por un delito que cometieron, sin duda, pero ya no existe.

Y aunque mantenga la acusación por malversación y desobediencia, lo cierto es que la primera es dudosa con el nuevo Código Penal en la mano, redactado al dictado del separatismo, y la segunda apenas comporta una multa y una mínima inhabilitación. Y eso en el caso de que haya algún día juicio y condena.

Éstas son, en fin, las tétricas consecuencias de las decisiones de Sánchez, impulsadas por un chantaje obsceno y aprobadas, exclusivamente, por el temor a perder el respaldo de quienes, desde 2018, le han mantenido en el poder, intervenido y a su servicio.

En nada le interesa al Estado de derecho, a la democracia y a la convivencia que el pulso que les echaron unos negligentes, utilizando las instituciones para acabar con ellas, concluya con la absolución o el indulto de sus protagonistas y, peor aún, la legalización de los medios utilizados y quizá incluso de sus objetivos.

Porque si se invalidan las condenas, se borran los delitos y se interviene el Tribunal Constitucional, en una secuencia perversa de sumisión del orden democrático a las necesidades nefandas de un Gobierno sin límites; es razonable creer que lo volverán a intentar y que, llegado ese caso, los obstáculos jurídicos y políticos serán inferiores.

La excusa de que, gracias a eso, se ha pacificado Cataluña, es casi hiriente: la tregua nacionalista no obedece a renuncia alguna a los objetivos inmundos que tiene, y mucho menos incluye una aceptación de la legalidad constitucional; sino a un cambio de estrategia sustentado en la posibilidad de lograrlo todo negociándolo con Sánchez.

Y a la certeza de que, en esa negociación, siempre logra lo que pide: una amnistía a plazos de sus abusos; una legitimación de sus intereses y una burda manipulación de las herramientas del Estado para que, llegado el caso, ofrezcan apariencia de legalidad a las inaceptables concesiones.

El asalto al Tribunal Constitucional, con delegados directos del Gobierno; y la reforma del Código Penal al dictado de los delincuentes; forman parte del mismo relato entreguista que Sánchez intenta camuflar con discursos políticos buenistas que ya no tapan sus vergüenzas.

Porque al igual que la malvada ley del 'solo sí es sí' está auxiliando a casi dos centenares de delincuentes sexuales, beneficiarios de la aplicación del nuevo sistema de condenas a la baja inducido por el Gobierno; la debilitación del Código Penal va a permitir que los delincuentes se paseen a sus anchas por España y, cuando lo estimen oportuno, lancen otro pulso a la Nación, con la seguridad de que su primer freno, el Gobierno, está siendo su mayor promotor.

Que el juez Llarena, acosado en Cataluña por su épica profesionalidad; tenga que renunciar a procesar a Puigdemont y se vea obligado a alfombrar su retorno, lo dice todo del perjuicio que Sánchez le ha hecho a los valores constitucionales y a la dignidad de España, mancillada por un gobernante sin principios al que solo mueve su triste supervivencia personal.

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