Un Constitucional bajo sospecha
Si Sánchez se ha empeñado en designar incluso a colaboradores personales suyos, no puede ser para nada bueno
Aunque finalmente ha sido Cándido Conde-Pumpido el elegido para presidir el Tribunal Constitucional, la deriva del órgano no será muy distinta a la que ya estaba perfilada con María Luisa Balaguer, igual de controvertida que el vencedor pero menos promovida directamente por Pedro Sánchez para gestionar un órgano ya bajo sospecha.
Porque, aparte de que no había diferencias sustantivas entre los dos aspirantes, ambos de similar partidismo y de parecidas intenciones, todo indica en que estamos en la antesala de ver cómo la institución destinada a garantizar la vigencia de la Constitución se convierte en la coartada para cambiarla, deteriorarla o minimizarla; tal y como exigen los socios del Gobierno y éste parece dispuesto a conceder.
Porque, si no es ése el objetivo, ¿por qué ha tenido Sánchez el descaro de designar a dos miembros de su propio equipo personal directo, como son el exministro Juan Carlos Campo y el alto cargo Laura Díez?
Si a esos dos nombres se le añaden otros cinco que, más allá de su pelea cainita por la presidencia del TC, se comportan como un bloque político, sin pudor alguno; ¿cómo no temer que se está preparando al Constitucional para legislar desde él lo que no pueda hacerse desde el Parlamento?
¿Y cómo no sospechar que el objetivo final es «legalizar» subrepticiamente una ilegalidad tan evidente como la celebración de un referéndum en Cataluña, con ese nombre u otro pero en todo caso con esa intención?
Sánchez lleva desde 2018 minando la independencia judicial con denuedo: primero arrasó la Abogacía del Estado; después conquistó la Fiscalía General y más tarde ha intentado cambiar incluso los procedimientos democráticos, de manera fraudulenta, para colonizar el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional.
Y paralelo a ese acoso a la separación de poderes, ha exprimido las reglas del Estado de derecho para adaptarlas al chantaje nacionalista; indultando a delincuentes, derogando sus delitos y avalando su delirio rupturista; como si fuera razonable y solo estuviera entorpecido por leyes caducas y jueces reaccionarios que pueden y deben cambiarse.
El pasado colaboracionista de Pumpido con Zapatero, al que auxilió en sus tétricas componendas con ETA; la filiación directa de Campo y Díaz y los devaneos con la autodeterminación de Balaguer y Segoviano; dibujan un escenario futuro muy inquietante, de concesiones y componendas afinadas por el órgano que, en realidad, debería frenarlas en seco.
Porque si España pierde la penúltima barrera de defensa de sus normas, y ve cómo se convierte en un trampolín de sus peores adversarios, la degradación de la democracia alcanzará unas cotas sin precedentes y muy difíciles de revertir.
Porque este Tribunal Constitucional va a tener una vigencia de nueve años. Y la huella política de Sánchez, culmine o no su deplorable hoja de ruta, tal vez muchos más.