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Editorial

Los nacionalistas y las lenguas

¿Alguien puede imaginar sin rubor el espectáculo de un Congreso en donde 350 hispanoparlantes fingen tener como lengua exclusiva la de su propio predio?

Actualizada 09:04

Babel fue una maldición divina. La multiplicación de los sistemas lingüísticos de comunicación trajo consigo retraso y enemistad entre los humanos, forzados a tribalizar sus relaciones. A los nacionalistas de todo trapo les gusta Babel. Porque lo que realmente les atrae es la tribu. Y la posibilidad de ejercer sobre ella el poder autocrático del ordeno y mando. Notablemente reforzado cuando los ciudadanos que a ella pertenecen se ven forzados a parlotear en sistemas locucionales que, en el mejor de los casos, son residuos primitivos de comunicaciones posteriormente evolucionados y perfeccionados. En el peor, invenciones recientes para configurar los perfiles grupales. En ambos, piensan obviamente los nacionalistas, prueba fehaciente de su permanente aspiración: la independencia. En efecto, no existe mejor constancia de la extranjería que el manejo de una lengua ajena. Así se empieza.

La perversa futilidad del propósito queda abiertamente de manifiesto cuando los que tal reconocimiento plurilinguístico exigen tienen perfecto conocimiento de la que a lo largo de los siglos se ha ido configurando como lengua común. Tanto que, en la Constitución española de 1978, por ejemplo, esa lengua común, el castellano, es considerada como lengua «oficial» que «todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a utilizarla». Lo que no dice la Constitución, pero todos sabemos, es que no se sabe de ningún ciudadano con nacionalidad española que desconozca el castellano. Incluyendo los más fervientes partidarios de otros sistemas vernáculos. Por ejemplo, la portavoz de ese partido separatista catalán, cuyo jefe está perseguido por la justicia española y europea y de momento fugitivo en un país extranjero, que tiene a maleducada gala utilizar en exclusiva el catalán cuando habla en el Congreso o ante los periodistas.

Las lenguas no son instrumentos de conflicto sino de comunicación. Los que optan por manejarlas como vehículo de guerra no están pensando en el diálogo sino en la ruptura. Y en España todos los separatistas, sea cual sea su origen o inclinación ideológica, creen firmemente que, con la proliferación de su dialecto y la consiguiente prohibición para acceder al castellano, la «lengua oficial», cumplen parte importante de su programa: romper España. Lo cual, dicho sea de paso, y basta echarles una ojeada para comprobarlo, va más allá de la dispersión lingüística para instalarse en lo que de verdad persiguen: formas totalitarias grupales sometidas a la dominación caprichosa del gerifalte tribal de turno.

En el Senado, con el pretexto de que su característica es la de constituir una cámara «territorial», ya desde hace años existe la multiplicidad de lenguas y los consiguientes arreglos para contar con intérpretes, traductores, taquígrafos y los correspondientes dispositivos técnicos que permitan el tránsito del catalán, vascuence o gallego al castellano. Posiblemente no hace falta el camino inverso, porque se da por supuesto que los vernáculoparlantes no lo necesitan, aunque en puridad técnica, y conociendo su inclinación hacia la perversidad política, no sería extraño que también lo hubieran exigido. En total, al menos centenares de miles de euros anualmente empleados en un servicio tan ridículo como prescindible. En las organizaciones internacionales donde existen servicios de interpretación, y cuyo mejor ejemplo es la ONU, o en los países donde tradicionalmente conocen tales actividades, en Canadá o en Suiza, por ejemplo, responden a necesidades evidentes: los participantes en los respectivos foros no son plurilingües y necesitan de un vehículo para conocer la opinión del resto. ¿Alguien cree que en España existen esas urgencias? Incluso aquellos que benévolamente conceden el regalo de la interpretación a las lenguas «cooficiales» como signo de respeto y reconocimiento, ¿creen que con ello se llega al buen puerto de la conciliación y la mejorada convivencia?

La recientemente elegida presidenta del Congreso de los Diputados, cuya conocida trayectoria balear deja abundante constancia de sus inclinaciones vernaculizantes, empleó sus primeras palabras al tomar posesión de su puesto -el de tercera autoridad civil en el sistema constitucional español, nada menos- para proclamar la inmediata presencia en la cámara baja del Parlamento español del catalán, el vascuence y el gallego. Tiempo faltó para que un representante de la comunidad valenciana exigiera el mismo tratamiento para su correspondiente dialecto. No sería de extrañar que en fechas próximas lo hicieran los asturianos partidarios del bable. O los turolenses con respecto al llamado aragonés. Parece incluso que en el Valle de Arán se habla algo propio del lugar, necesariamente bautizado como el aranés. Es posible que con ello no esté del todo cerrado el cupo. Claro que antes o después la presidenta del Congreso debería tener a bien informar del coste que la implantación de la novedosa fórmula lingüística traería para la institución. Y para todos los ciudadanos españoles, sea cual sea su lengua preferida.

El artículo 3 de la Constitución de 1978 reconoce la oficialidad de las restantes «lenguas españolas» en las correspondientes comunidades autónomas y afirma la «riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España» como un «patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección». El separatismo lo ha entendido a su manera y las diversas conformaciones de los resultados electorales han conducido a cesiones que, sin ningún tipo de duda, conducen al debilitamiento de una España menguante en sus capacidades interiores y exteriores, en la fundamentación de su sistema democrático y en el respeto a la libertad y a la dignidad de sus ciudadanos. Y, en sus extremos, al ridículo. ¿Alguien puede imaginar sin rubor el espectáculo de un Congreso de los Diputados en donde 350 hispanoparlantes fingen tener como lengua exclusiva la de su propio predio? ¿O es que quizás la España que dio origen a la lengua que lleva el adjetivo de su marca ya no quiere figurar entre los seiscientos millones de ciudadanos que en el mundo la consideran como propia?

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