La República que pudo ser y no fue
El 13 de octubre de 1931 se debatió en la Cámara el punto más conflictivo de la Carta Magna, su artículo 26, que se refería a la cuestión religiosa. Ese día, Azaña, en una intervención muy medida, atacó abiertamente a la Iglesia y pronunció otra de sus famosas frases: «España ha dejado de ser católica»
Cuando a las cuatro de la madrugada del 15 de abril de 1931 zarpó de Cartagena el crucero Príncipe Alfonso, que llevó al exilio al Rey Alfonso XIII, en España no solo clareaba un nuevo día sino que empezaba un nuevo régimen político: la Segunda República. Tres días antes se habían celebrado unas elecciones municipales, a las que el doctor Marañón calificó como «las más libres que se realizaron desde que se instituyera el sufragio universal en nuestra patria» y el nuevo régimen fue proclamado con entusiasmo y júbilo popular tanto en Madrid como en otras ciudades españolas, porque la gente quería acabar con la desprestigiada clase política y económica de la primera Restauración, con la dictadura militar de Primo de Rivera y con el Rey que, decían, la había auspiciado. El 12 de abril los españoles apostaron por un cambio democrático, en paz y libertad y, por eso, gran número de personas de la mejor sociedad del barrio de Salamanca fueron a votar sin ocultar su adhesión a la candidatura republicana y en otras zonas de la capital, como Buenavista, sede de las clases privilegiadas y aristocráticas, o Centro, cuartel típico del comercio y de la burguesía, la derrota monárquica fue completa. El nuevo régimen entró con buen pie y fue bien recibido no sólo por el pueblo sino, también, por la jerarquía de la Iglesia Católica, que lo aceptó con respeto y colaboración.
Pero antes de que hubiera transcurrido un mes, el 11 de mayo, la quema de conventos en Madrid mostró su verdadera faz porque, según Salvador de Madariaga, «el apasionamiento anticlerical de sus prohombres asestó a la Iglesia un ataque frontal» y, en palabras de Miguel Maura, ministro de la Gobernación, sus dirigentes eran «ferozmente anticlericales. La República era sinónimo de laicismo radical, y dada la realidad española, ello equivalía a la persecución religiosa». Por eso, aunque Maura propuso que las fuerzas salieran a defender las iglesias, en el Gobierno Provisional se impuso su compañero, el ministro de la Guerra, Manuel Azaña, que pronunció una de sus famosas frases: «Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano». A partir de ese momento, muchos de los que habían apostado por el nuevo régimen empezaron a dejar de ser republicanos.
Para Azaña, la República era un régimen privativo, patrimonio de los partidos que habían conformado el pacto de San Sebastián de agosto de 1930 y de ella había que excluir a todos los demás pues, tal y como decía: «Si yo perteneciese a un partido que tuviera en la Cámara la mitad más uno de los diputados (...), en ningún momento habría vacilado en echar sobre la votación el peso de mi partido para sacar una Constitución hecha a su imagen y semejanza, porque a esto me autorizaría el sufragio y el rigor del sistema de mayorías». Y así lo hizo porque, aunque solamente contaba con 26 escaños, se granjeó el apoyo de toda la izquierda para despreciar al resto de los españoles porque, como dijo José Ortega y Gasset, «estaban más ocupados en una vuelta a las obsesiones del pasado que en resolver los problemas apremiantes del presente». De esa manera fue cómo, en octubre de 1931, ahora hace 90 años, elaboraron una Constitución sectaria, intervencionista y estatalista.
Y el culmen de ese sectarismo se alcanzó el día 13, cuando se debatió en la Cámara el punto más conflictivo de esa Carta Magna, su artículo 26, que se refería a la cuestión religiosa. Ese día, Azaña, en una intervención muy medida, atacó abiertamente a la Iglesia y pronunció otra de sus famosas frases: «España ha dejado de ser católica». Gil Robles dijo que la aprobación de ese artículo era una «medida persecutoria» contra la Iglesia, porque con él se provocó a los católicos y se quebró la convivencia entre los españoles. Y Ortega y Gasset, que en pocos meses pasó de las grandes esperanzas e ilusiones a considerar frustrada una ocasión histórica, dijo que era «un cartucho detonante introducido arbitrariamente en la Constitución».
Y, por si esto fuera poco, una semana después, el 21 octubre, Azaña, ya investido como jefe del Gobierno, hizo que, por la vía de urgencia, se aprobara la Ley de Defensa de la República, que Unamuno calificó como «aparato ortopédico», con la que comenzó lo que Seco Serrano ha considerado una «auténtica dictadura parlamentaria de matiz jacobino ejercida por Azaña». Esa ley fue el instrumento que a éste le permitió, de manera arbitraria y despótica, aplicar la censura, cerrar periódicos, suspender actos y reuniones, multar, encarcelar o desterrar sin condena judicial, que era lo que a él le gustaba. Y con ella, el 19 de enero de 1932, alegando «menosprecio a las Cortes republicanas» y tras hacerle burla desde la tribuna del Parlamento, cerró este periódico, El Debate, que reaparecería el 20 de marzo, para, después, volverlo a cerrar, en el mes de agosto, junto a otros 113 periódicos más de la oposición.
Esa Constitución aprobada hace ahora noventa años, de la que el presidente de la República, Alcalá Zamora, dijo que «invitaba a la Guerra Civil», fue la que propició la censura de prensa, el despotismo del Gobierno, la ilegalización de todo lo que no les era afín y la anarquía y fue la que cinco años después había creado en España el estado de crispación y las turbulencias que desencadenaron el conflicto bélico. Por eso, ahora, cuando la Segunda República nos la quieren presentar como un régimen idílico, liberal y democrático, de amplias libertades y derechos fundamentales, conviene que conozcamos todas estas cosas y las tengamos muy presentes para no repetirlas.
José Ignacio Palacios Zuasti fue senador por Navarra