Fundado en 1910
En primera líneaMartín-Miguel Rubio Esteban

Un gran avance en la democracia formal

Un solo poder convertiría en esclavos a los ciudadanos, pero el combate entre los tres poderes fundamentales del Estado garantiza la libertad de los ciudadanos. Es la pluralidad de la «enfermedad» la que cura los peligros indeseables de la propia enfermedad

Actualizada 05:14

Tras el ofrecimiento del PP en acceder a negociar con el Gobierno la renovación de instituciones tan fundamentales para un Estado de derecho, esto es, democrático, como el Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas, la Oficina del Defensor del Pueblo y la Agencia de Protección de Datos, que estaban siendo ya barcos encallados y surtos por la falta de diálogo entre el Gobierno y el principal partido de la oposición, resulta evidente que lejos de alimentar una polarización electoralista y peligrosa, como otros, el Partido Popular ha querido poner sobre el tapete la necesidad imperiosa, dictada por el espíritu de una democracia formal que se precie, de garantizar la independencia judicial, y para ello propone que sean los jueces, como principales agentes judiciales, los que elijan a los miembros que compongan el Consejo General del Poder Judicial. El «poder» del Poder Judicial descansa sólo en la independencia de la conciencia de cada juez, y ser gobernado este por quienes son nombrados exclusivamente por los partidos políticos, en función de su ratio parlamentaria, es una contravención a la democracia formal que nos conviene a todos los demócratas ir eliminando. Cuando se habla en una democracia del Poder Judicial se está diciendo sencillamente que tal poder consiste y se sustancia en la independencia de la conciencia de cada juez, garantía preciosa que todo partido de raíz democrática debe defender.

La Revolución americana, de la que el PP y todos los partidos liberales del mundo se sienten hijos, separó en la práctica por vez primera en el mundo moderno los tres poderes del Estado de los que hablase Montesquieu treinta años antes de la Revolución americana. Si Montesquieu fue el padre espiritual de la Revolución americana, Rousseau lo fue de la francesa. Los tres poderes (branches) del Estado separados estuvieron ya presentes en la democracia ateniense y en la República romana, pero fueron los EE.UU. quienes «de modo canónico» los restauraron en la Edad Moderna.

No hay democracia sensu stricto si el Poder Judicial no es independiente de los otros dos poderes. Por otro lado, el modo vigente en el que se nombra a los miembros del Consejo General del Poder Judicial repugna a gran parte de la ciudadanía, como es lógico, que puede ver como un escándalo que los partidos políticos, nombrando al gobierno de los jueces, pueden tener alguna influencia maligna sobre la conciencia de los propios jueces cuando algunas personas de esos partidos estén en el papel de justiciables. En general, ocurre pocas veces, pero es mejor hacerla imposible.

Es por ello que el Partido Popular está proponiendo al Gobierno socialista una verdadera «revolución democrática» que supone un enorme avance de transcendencia histórica en la libertad de nuestro país, y que desde aquí queremos aplaudir.

El viejo Platón de Las Leyes fundó la libertad de los ciudadanos en la curación de lo que él llamaba «la enfermedad de los reyes» (Tò tôn Basileôn nosêma). Según el filósofo ateniense todo poder tiende a extenderse si no es limitado por otro poder con la misma enfermedad de extensión voraz. Un solo poder convertiría en esclavos a los ciudadanos, pero el combate entre los tres poderes fundamentales del Estado garantiza la libertad de los ciudadanos. Es la pluralidad de la «enfermedad» la que cura los peligros indeseables de la propia enfermedad. La idea del divino filósofo aristócrata, que sufrió en propias carnes la tiranía de Dionisio de Siracusa, fue desarrollada por Montesquieu, partidario acérrimo de una monarquía moderada, basándose también en los tres poderes de la democracia ateniense (Boûlê, Heliaia y Junta de Generales) y en los distintos comicios para distintos poderes de la República romana (comitia tributa, comitia centuriata, comitia curiata y concilia plebis). Esto es, la propuesta que está negociando el indesmayable secretario general del PP hunde sus raíces en el concepto más clásico y científico de la democracia. Y la distancia que nos separa de Grecia y de Roma no invalida la autoridad de Platón o la de Tito Livio, comentada por Maquiavelo, en cuanto al análisis de los ingredientes imprescindibles para lograr la libertad política.

Lo mismo que los ciudadanos particulares, los partidos políticos de una democracia se educan por la experiencia histórica, y nuestros partidos deben educarse en la profundización de la democracia, como los propios ciudadanos particulares. Desde el año 2018 el líder del PP, Pablo Casado, el político con mayor potencialidad ideológica de España, tal como demostró en su discurso en Valencia, está proponiendo esta valiente reforma en la elección del gobierno de los jueces, y ninguna influencia hará que tuerza su noble objetivo, porque esta reforma es buena, es honesta, cumple con el ideal democrático y garantiza la libertad de los ciudadanos. Mientras el Consejo General del Poder Judicial no sea nombrado por los agentes judiciales, como debería corresponder, no nos habremos librado del absolutismo político, sensu stricto. El absolutismo, doctrina enunciada por el abate Bossuet, suponía que había alguien en el Estado, el Rey, que estaba libre de las leyes (absolutus legibus). Pues bien, con la forma actual de elegir a los miembros del Consejo General del Poder Judicial, los partidos pueden tener aun cierto parecido a Luis XIV. Y no olvidemos que la igualdad en una verdadera democracia se define fundamentalmente por el hecho de ser todos iguales ante la ley.

La propuesta de Casado supone, además, un acatamiento estricto al mandato de la Constitución, que constituye nuestro mecanismo de institucionalización de la política, que opera como garantía suprema de pervivencia de la libertad política. Reforzar la independencia de la Administración de la Justicia es, finalmente, un modo de que la misma tenga posibilidad de arbitrar las distintas discrepancias que surjan en el ámbito legislativo, y entre el legislativo y el ejecutivo, sin por ello convertir nuestra democracia en una indeseable nomocracia. Es así que la intención hoy de Casado tiene un alcance verdaderamente histórico por lo que supone de la restauración moral pública.

Martín-Miguel Rubio Esteban es escritor

comentarios

Más de Martín-Miguel Rubio Esteban

Últimas opiniones

Más de En Primera Línea

tracking