Juan Carlos I
Con el Rey como ariete, la Transición no la hizo una oposición exterior en buena parte fuera de la realidad, salvo excepciones señeras, sino la oposición interior que vivía la realidad sobre el terreno, y el reformismo de dentro del sistema
A la peripecia del Rey padre tras su traslado al extranjero –no caeré en la cursilería de llamarle Rey emérito– dediqué varias Terceras en ABC. Pasa el tiempo y la persecución y la ingratitud que le vienen acosando no cesan; es más: se recrudecen. Desde el Gobierno, sobre todo desde su parte podemita, se evidencia esa aversión hasta el disparate. Un tipo mediocre que va de sabio populista tachó recientemente al Rey padre de «delincuente fugado». Juan Carlos I ni es un delincuente, ni tiene cuentas que saldar con la Justicia, ni está fugado. Vive hoy fuera de España porque él, con presiones sin duda, lo ha aceptado. Creo que es un error, pero no soy quién para juzgar conductas ajenas y menos de quien tiene un legado histórico que valorar.
Insultar a Juan Carlos I, ofenderle, achacarle delitos, son actitudes que responden al maniqueísmo nauseabundo de una ideología totalitaria, históricamente criminal y repudiada por numerosas instancias internacionales, la última el Parlamento Europeo que condenó los crímenes del comunismo que se lleva la palma en muertes ideológicas. Ha producido más de 120 millones de muertos, en cifras oficiales, como detalló el Centre National de la Recherche Scientifique de Francia, el instituto de investigación más prestigioso de Europa, en un estudio coordinado por su director Stéphane Courtois hace más de un cuarto de siglo. Estos extremistas, con disfraz o sin él, forman el ariete de los ataques a la Monarquía, muestran carteles con el Rey guillotinado, queman sus fotografías y le insultan. Y no lo hacen sólo con imágenes de Juan Carlos I; también con las de Felipe VI. Uno de sus objetivos, ya cumplido, era el daño al Rey padre pero para dañar a la Monarquía y, con ella, a la Constitución y a la Transición modélica que la hizo posible. Y obviamente a Felipe VI.
A través de los siglos la Monarquía ha constituido un sistema político con luces y sombras, perfectible como toda obra humana. El pensamiento universal ha buscado la sociedad ideal, el Gobierno perfecto. Una utopía. Desde Platón ahí están las reflexiones de Moro, Maquiavelo, Bodino, Campanella, Bacon, Hobbes, Constant y tantos otros, en el pulso entre absolutismo y libertad. La aportación de Constant sobre el poder neutro, sus sólidas reflexiones, las formuló durante el Consulado y la forma republicana de gobierno adaptándolas a la Monarquía en un opúsculo de 1814.
Ahora normalmente no estamos ante reflexiones intelectuales ni la crítica a la Monarquía emana de sesudos pensadores. Se trata a menudo de ocurrencias de unos tipos menores que confunden las asambleas de facultad y círculos partidistas con el rigor que corresponde a las Instituciones de nuestra vieja Nación. Nos llega de un parvulario político que con incontinente desahogo se atribuye una representación que no tiene. Es la hora de los resentidos y de los rebeldes sin más causa que su ambición, su mediocridad y su ignorancia.
Desde el inicio de su reinado, Don Juan Carlos, que había recibido todos los poderes que tuvo Franco, fue dando pasos para traspasarlos al pueblo con medidas que no dejaron de provocar los recelos de unos y las urgencias de otros. Era un encaje de bolillos minucioso, complejo y arriesgado. Antes de dos años España vivió el 15 de junio de 1977 sus primeras elecciones generales desde 1936, que de hecho fueron constituyentes. Se arboló la primera Constitución consensuada y no otorgada en nuestra atribulada historia constitucional, respaldada mayoritariamente por los españoles y con los más altos porcentajes de apoyo en Cataluña.
Juan Carlos I es el gran protagonista del cambio democrático en España. Con el Rey como ariete, la Transición no la hizo una oposición exterior en buena parte fuera de la realidad, salvo excepciones señeras, sino la oposición interior que vivía la realidad sobre el terreno, y el reformismo de dentro del sistema. Sobre el Rey padre leemos y escuchamos a menudo no pocas majaderías y frivolidades destacándose, además, con pésimo gusto, aspectos irrelevantes e ignorándose el papel del Rey en la recuperación democrática y su decisiva intervención cuando esa democracia se enfrentó al riesgo de ser violentamente cercenada.
Como veterano amante de la Historia me preocupa, aunque no me sorprende, la ignorancia histórica –o la manipulación– de parte de nuestra nueva hornada política. No vivieron la Transición que tan injustamente juzgan, pero tampoco vivieron la Segunda República que juzgan con suma benevolencia. Amos Alcott, fervoroso del socialismo utópico, nos había advertido un siglo largo antes: «La enfermedad del ignorante es ignorar su propia ignorancia». Bajo Juan Carlos I los españoles conseguimos darle la vuelta a los negros augurios sobre el posfranquismo. Se abrió el camino hacia la reconciliación nacional. Nadie imaginaba que decenios después un Gobierno radical, ignorante y ciego, encabezado por el narcisismo hecho persona, volvería a abrir las viejas heridas.
Recordé alguna vez mis encuentros con el Rey padre antes de serlo, incluso antes de ser declarado sucesor. El primero, muy lejano, con un grupito de jovenzuelos, en su mayoría no monárquicos, que salimos de la larga y abierta conversación convencidos de que aquel hombre conocía perfectamente los problemas de España y estaba decidido a afrontarlos con decisión. Aquellos amigos, hoy tan veteranos en la vida como yo, me darán la razón si leen estas líneas.
Y el Rey padre, a quien tanto debemos, sigue padeciendo ingratitudes y persecuciones.
- Juan Van-Halen es escritor y académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando