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08 de septiembre de 2024

En primera líneaRafael Puyol

Un cambio en los afectos

Deberíamos tener más niños porque estamos en situaciones de natalidad muy críticas. Pero, al mismo tiempo, es necesario promover una mayor atención a las personas mayores

Actualizada 01:30

En nuestras sociedades evolucionadas se han producido en el último siglo tres grandes revoluciones demográficas que han transformado profundamente la composición de su población: la drástica bajada de la natalidad, la intensa caída de la mortalidad infantil y el acusado crecimiento de la esperanza de vida al nacer. Y esta triple mutación ha tenido significativos efectos sobre las mentalidades.

Hoy ningún país de los llamados desarrollados es capaz de renovar sus generaciones (España 1,2 hijos por mujer frente a los 2,1 necesarios), todos tienen mortalidades infantiles por debajo del 5 por mil ( España 2,5 ) y esperanzas de vida que se sitúan en torno a los 80 años (España 83 años).

El primero de los efectos señalados se refiere a la actitud de las sociedades en relación con las personas de edad. Cuando la esperanza de vida era reducida, el número de personas mayores lo era igualmente. Y como lo que es escaso es caro, la sociedad, en general, tenía un gran respeto por los viejos y ancianos. Se les veneraba, como fuente de conocimiento sobre todo en una época en la que el saber oral compensaba la rareza del escrito. Es lo que el etnólogo maliense Amadou Hampâté (1901-91) quiso decir al escribir la frase «En África cuando un anciano muere, una biblioteca se quema».

Ilustración:afectos, niños ancianos

Lu Tolstova

Como consecuencia de la formidable elevación de la esperanza de vida, las personas mayores tienen en las sociedades occidentales una gran presencia. En España, por ejemplo, los mayores de 65 años son casi 9,5 millones y suponen el 20 por ciento de la población total. La multiplicación del número ha hecho que de la veneración pasemos a una cierta desconsideración, cuando no a una auténtica discriminación. Hay un edadismo hacia los mayores que obedece fundamentalmente a su catalogación como consumidores excesivos de pensiones, cuidados y servicios. Por el contrario, no se valora suficientemente que pueden seguir siendo útiles como productores y contribuyentes durante mucho más tiempo del que marca las edades legales de jubilación. Si se hace el ejercicio de poner en Microsoft Bing la frase «envejecimiento como problema» se obtienen 81.400 resultados; si se introduce el enunciado «envejecimiento como oportunidad» no se llega a 50.000 y eso que esta cifra ha mejorado bastante en los últimos tiempos.

Esta consideración de los mayores como, prioritariamente, unidades de gasto no solo es injusta, sino inexacta. Con frecuencia se olvidan los intercambios financieros intergeneracionales de los abuelos hacia sus hijos o sus nietos, en particular en épocas de crisis económica y desempleo. Son muchas las familias que han podido subsistir gracias al patrimonio o las pensiones de los abuelos o bisabuelos en unidades familiares con cuatro generaciones vivas.

El segundo efecto es una nueva actitud sobre los hijos en gestación y los consiguientes nacidos. Antes de la transición demográfica, uno de cada cuatro nacidos fallecía antes de celebrar su primer aniversario y otro sobre los tres supervivientes a la edad de un año moría antes de alcanzar la edad adulta. Ante esta situación nos podemos preguntar cómo nuestros antepasados podían soportar este verdadero drama. La respuesta es que solo a través de una cierta distancia afectiva con los niños: con los concebidos que acababan en abortos espontáneos o con los recién nacidos cuya esperanza de vida era tan corta. Los progresos de la medicina, la alimentación, la higiene y la educación han permitido reducir la mortalidad infantil hasta en un 98 por ciento y la mortalidad de los niños y adolescentes hasta un 99 por ciento. Eso ha contribuido a reducir tan drásticamente la natalidad, pero ha cambiado la actitud afectiva de los padres frente a los niños concebidos que en su inmensa mayoría acaban después en nacimientos viables. Las madres especialmente cuidan al feto con esmero durante toda la gestación. Los padres tienen pocos hijos (o ninguno), pero los que conciben los crían entre algodones con una atención que a veces puede parecer excesiva.

La variación de las cifras de niños y mayores ha cambiado la intensidad de los afectos. Los mayores han pasado de pocos a muchos y eso les ha supuesto una cierta marginación. Y los niños han evolucionado en sentido contrario lo que les ha permitido subir en la escala de los afectos familiares y sociales. Resulta claro que la transformación de las variables demográficas actúa de catalizador de los cambios en las mentalidades. Conservar ese acusado interés por los niños pequeños es bueno. Tenemos tasas de natalidad tan bajas que, al menos, mantener a los que nacen resulta un imperativo demográfico. No obstante, y sin disminuir los afectos hacia lo escaso, deberíamos tener más niños porque estamos en situaciones de natalidad muy críticas. Pero, al mismo tiempo, es necesario promover una mayor atención a las personas mayores con las que la mayor afección posible es evitar que sufran cualquier tipo de discriminación.

  • Rafael Puyol es presidente de la Real Sociedad Geográfica
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