Una suave melancolía
Aquellos mismos lugares y espacios que hace casi cuatro décadas, un día recorrimos, nos recuerdan ahora, en cierto modo, todas las cosas que no volverán, todas las cosas ya para siempre perdidas
Hay una balada muy hermosa del gran grupo británico Duran Duran, Ordinary world, grabada en 1993, que no me cansaría nunca de escuchar. Me gusta volver a ella, sobre todo, en estas fechas navideñas, en especial en las noches que me siento algo más melancólico o nostálgico. La letra de la canción, escrita por el vocalista de la banda, Simon Le Bon, es un homenaje a uno de sus grandes amigos de la infancia, David Miles, que había fallecido poco tiempo atrás.
«Quería plasmar en esa canción la belleza de lo ordinario. Hemos estado rodeados por el deseo de lo superlativo, del superhombre, de la supervida, envueltos en la codicia. Quería expresar que el mundo ordinario es lo más bello que hay, es el mundo de tu niñez en el que te sientes seguro, en el que comprendes las cosas sin tener que analizar nada. Todo tiene sentido. A la vez es también una canción sobre alguien que pierde a alguien muy cercano», explicó Le Bon en una entrevista concedida en aquellas fechas, una explicación cuyo sentido último podemos entender, quizás hoy, mucho mejor, en estos tiempos de virus desafiantes, de añoranzas y de incertidumbres.
Ordinary world es una de esas joyas musicales que tienen el poder de despertar en cada uno de nosotros recuerdos que tal vez creíamos ya casi perdidos u olvidados para siempre. Alguna vez, al escucharla, he cerrado los ojos y he retrocedido, en apenas unos instantes, varias décadas atrás en el tiempo. Al oírla justo ahora de nuevo, vuelvo a cerrar los ojos y me veo a mí mismo en algunos momentos de mi lejana juventud, a mediados de los años ochenta, en mi Palma natal. Ahora mismo, al sonar nuevamente sus acordes, me imagino que es sábado por la noche y que me encuentro en un pub del Paseo Mallorca, jugando al billar con mi buen amigo Luis, que casi siempre me gana.
Sigo con los ojos cerrados. Muchas calles y plazas de Palma tienen hoy una luz que a mí me parece un poco triste, aunque quizás sea yo el que refleja en ellas su propia tristeza. Esta noche iré luego con mis amigos a algunos otros bares y pubs. En los más modernos hay, desde hace ya varios meses, pantallas gigantes donde podemos ver los grandes éxitos de las mejores bandas del pop británico y de los nuevos grupos españoles, que nos parecen maravillosos. Nos gusta también la originalidad y la elegancia con la que están realizados la mayor parte de esos videoclips. Como no tenemos muchos recursos económicos, la mayor parte del tiempo paseamos, sólo paseamos. En el fondo de nuestro corazón deseamos que algo cambie para bien en nuestras vidas, que nuestro futuro sea un poco mejor que ese incierto y anónimo presente.
Palma nos parece todavía una ciudad un poco levítica, decimonónica y romántica, algo más antigua de lo que quizás sea ya en realidad. En sus discotecas y salas de baile más modernas predominan invariablemente la juventud y la sofisticación, tanto entre quienes buscan quizás el amor de su vida como entre quienes buscan tan sólo un amor que dure apenas unas pocas horas. Nosotros, por nuestra parte, sólo observamos, como espectadores, aunque quizás también pensemos en ese amor que sabemos que un día habrá de llegar y que tal vez marcará, ya para siempre, nuestras vidas.
El tiempo pasa lento, y pensamos, ingenuamente, que los años ochenta no se acabarán tal vez jamás, que de algún modo misterioso durarán más o menos eternamente. Tenemos aún poco más de veinte años y no sabemos todavía cuáles de nuestros sueños y de nuestros anhelos se acabarán quizás cumpliendo en el futuro, o cómo serán nuestras vidas dentro de treinta o cuarenta años. A veces, nos preguntamos si hasta llegar finalmente a ese distante punto del camino, que hoy vislumbramos tan lejano, habrá más risas que tristezas, más proyectos cumplidos que esperanzas desvanecidas, más instantes de luz y de plenitud que momentos de rutina y de soledad.
Varios pensamientos se repiten de manera reiterada en nuestra mente. Uno de ellos es que quisiéramos que las personas que amamos permanecieran siempre a nuestro lado, que las personas que admiramos no desaparecieran nunca, pero no nos es posible siquiera intuir durante cuánto tiempo nos acompañarán. O nosotros a ellas. Todas esas ideas y sensaciones han vuelto a hacerse de nuevo muy presentes para mí a lo largo de esta noche, tan próxima y tan lejana a la vez, que en breve llegará a su fin. Pronto me iré ya a descansar. Aun así, quizás saldré de nuevo esta próxima noche o tal vez ya mañana. Sí, mejor ya mañana.
Termino de escuchar Ordinary world. Abro los ojos. Vuelvo al tiempo presente. Aquellos mismos lugares y espacios que hace casi cuatro décadas un día recorrimos, nos recuerdan ahora, en cierto modo, todas las cosas que no volverán, todas las cosas ya para siempre perdidas. «¿Dónde está la vida que solía reconocer? Desapareció. Pero no lloraré por el ayer, hay un mundo ordinario que, de alguna forma, tengo que encontrar. Y mientras intento recorrer mi camino hacia el mundo ordinario, aprenderé a sobrevivir», dice la letra de esa preciosa canción, que nos recuerda, también ahora, que en cada momento de nuestras vidas, de nuestro muy cambiante mundo ordinario, hay siempre un camino que, de alguna forma, debemos todos intentar encontrar.
- Josep María Aguiló es periodista