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tribunaMartín Aguirre

Desde las jerarquías de los ángeles

Daba que pensar que quien en principio perseguía una respuesta mundana en su audiencia, lo hiciera acudiendo al sentido más hondo del ser humano

Actualizada 12:27

«¿Quién, si yo gritara, me oiría desde las jerarquías de los ángeles…?» Así, con estos versos iniciales, el poeta y novelista Rainer María Rilke comenzaba la primera de las Elegías de Duino. También, hace exactamente tres décadas, solía iniciar así sus clases un catedrático de Literatura y profesor de Periodismo. Un experimentado docente con carácter indómito, que en sus disertaciones solía evocar al célebre e icónico capitán Ahab. Quien, con una intención evidente de agitar almas y conciencias, acostumbraba a arengar a los jóvenes estudiantes universitarios de un modo similar a como, desde su mesianismo, lo haría el mencionado personaje de Melville a la tripulación de su barco ballenero.

El literato deseaba quizá, en la búsqueda de su propia Moby Dick, que alguno de nosotros reaccionáramos ante sus continuas provocaciones. Naturalmente, más de uno lo hizo y recibió su correspondiente arponazo a modo de sentencia envuelta de ironía y cinismo. Heridas dolorosas entonces que hoy serían impensables en esta sociedad hipersensible y de fina piel. Entonces –años más tarde cambiaría de opinión–, pensaba que el viejo profesor pretendía y deseaba una excusa constante, convertida en propósito, para ejercer su tiranía intelectual ante los incautos que no pudieran evitar intervenir.

En sus lecciones magistrales, los movimientos del investigador y docente, de un extremo a otro de la «pizarra de tiza», solían ir acompasados de un hipnótico balanceo lateral de su cuerpo. Parecido al de un experimentado lobo de mar lejos de su barco. Y, acompañando a sus argumentos, se escuchaba el constante crujir de la tarima del aula (hoy desaparecida del mundo docente). Probablemente, muy similar al lamento, en forma de sonido con ciertos tintes nostálgicos, que produciría la cubierta del Pequod a causa del andar de su obsesivo, y ya citado, capitán. La comparación resultaba entonces inevitable mientras el maestro, como una letanía, y con una cadencia y ritmo que aportaban cierto lirismo a su retórica, acostumbraba a narrar la vida y obra de los autores más importantes de distintas épocas.

«¿Quién, si yo gritara, me oiría desde las jerarquías de los ángeles…?» Solía insistir. Daba que pensar que quien en principio perseguía una respuesta mundana en su audiencia, lo hiciera acudiendo al sentido más hondo del ser humano. De hecho, resultaba incompatible. Una reacción vulgar no podía ser la motivación de su búsqueda: no creo que fuera su Ítaca deseada en la actividad docente que diariamente desarrolló hasta su jubilación.

Y así, en sucesivas sesiones desfilaron cada curso académico, entre otros muchos, el mencionado Rilke, Wilde, los poetas malditos, los rusos, Thomas Mann o James Joyce, muy especialmente su Ulises. Su famoso y querido Ulises… Solo en contadas ocasiones, y ante algún animado debate, se veía refulgir una chispa de fuego en el fondo de sus ojos. Pienso que una discusión que alimentara su intelecto y su alma, junto a la vocación docente, fue su verdadero propósito en las aulas y fuera de ellas donde, a la vez, sumaba una lucha sin descanso contra lo que consideraba injusto sin que jamás le importaran las consecuencias. Sin ponderar el poder o la posición de sus interlocutores, y con el único freno de su propia conciencia. Actitud en la vida que no le trajo pocos inconvenientes personales y profesionales de los que aún hoy queda su eco pero que, sin lugar a dudas (al menos así lo creo), le ayudó a conciliar fácilmente el sueño al final de cada día. Nunca llegó a confundir valor con precio.

De hecho, qué valor y qué precio podemos ponerle a la verdad. Aunque la verdad no tenga precio y sí un valor infinito. Con mayor motivo si pensamos en una sociedad –al menos gran parte de ella– que pretende erigirse en torno a la posverdad… «¿Quién, si yo gritara, me oiría desde las jerarquías de los ángeles…?»

La respuesta la dio aquel maestro hace esas tres citadas décadas en el aula. Disculpen mi memoria a medio camino entre un «posviejoven» y un «preboomer» por el paso de esos años, el profesor –quien sin nombrar explícitamente está más que citado– lo explicaba más o menos así, con énfasis en su descubrimiento:

La paradoja para Rilke y de este agitado comienzo, grito imparable de cierta conciencia literaria colectiva y referente poético de la desesperanza ante la limitación de la condición humana, es que quien se pasó la vida invocando a Dios desde el escepticismo de sus versos nunca llegó a saber que estas angustiosas palabras, que creía arrebatadas a las musas de los arrecifes de Duino, jamás le pertenecieron. Sino que su origen siempre estuvo en la mismísima Biblia. En dos versos olvidados del Libro de Job.

Cosas de la providencia. Y es que, queramos o nos empeñemos –con mucha frecuencia– en lo contrario, la respuesta a nuestras dudas suele estar justo delante de nosotros.

  • Martín Aguirre es periodista
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