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08 de septiembre de 2024

TribunaMarqués de Laserna

Consenso, tolerancia y libre albedrío

En vez de discutir en el idioma que conocen la totalidad, facilitando el entendimiento, se hace en el de muy pocos quedando los conceptos oscuros para la mayoría

Actualizada 01:30

A nuestra sociedad relativista le incomodan la situaciones tensas, las posturas firmes y las palabras definitivas, en cambio mira con especial simpatía tanto la tolerancia como el consenso. La primera consiste en convivir con doctrinas de contrarios y el segundo busca conseguir acuerdos.

El consenso es finalmente el mínimo común denominador entre posturas a veces antagónicas, algo complicado y que, a menudo, sólo se llega claudicando en los principios, ¡ay dolor!

La tolerancia, tradicionalmente, consistía en aceptar a la persona pero no a su pensamiento equivocado; es una consecuencia del aforismo: odia el delito y ama al delincuente. Sin embargo, hoy, se considera que no se debe rechazar ninguna doctrina porque todo pensamiento alberga algo de verdad. Cierto, algo pero no la verdad. Esa postura es hija del cristianismo ya que si todo lo creado es obra divina y Dios no puede hacer nada mal, ¿cómo una obra creada por Dios puede ser mala? No lo es en sí, pero puede serlo su errónea utilización, el mal es la utilización equivocada de un bien y por tanto resultado del libre albedrío de los humanos, no de la creación.

Con el relativismo imperante, ambos conceptos se aceptan con entusiasmo y sin limitaciones. Como se homologan todas las doctrinas, se igualan verdad y error y ante esa identidad el consenso es obligado porque las diferencias son meramente accidentales y no responden a fundamentos ideológicos que pueden ser excluyentes. En cuanto a la tolerancia como hoy se entiende, al confundir doctrinas y personas se acoge a las segundas junto con las primeras.

Al final, la sociedad se ha acostumbrado a que no existen verdades y que todo es aceptable. Ante tal postura no extraña que hayamos asistido a una incoherencia que, a pesar de su condición extravagante no ha escandalizado a nuestra patria como debiera. En el Parlamento de España se ha aceptado que las lenguas admitidas como oficiales en el ámbito del territorio donde se hablan se empleen también ahí donde muy pocos las dominan y donde todos conocen el español.

El idioma ha dejado de ser el vehículo de entendimiento entre las personas para erigirse en estandarte identitario de ideologías separatistas y precio a pagar para el beneficio personal del candidato socialista Pedro Sánchez Pérez-Castejón.

La medida es sobre todo absurda y consigue el efecto de que, en vez de discutir en el idioma que conocen la totalidad facilitando el entendimiento, hacerlo en el de muy pocos quedando los conceptos oscuros para la mayoría. Es además costosa pues obliga a mantener traductores en los dos sentidos y de un costo inmenso por inútil –ni siquiera entendible si el dinero público lloviera como el maná. Es el triste final de una sociedad lanar, a la que le da igual incluso su devenir, que ha olvidado que solo la verdad nos hace libres, que la libertad –mejor llamarla libre albedrío– nos fue regalada para poder amar porque el amor necesariamente ha de ser libre, y sobre el que una virgen de Israel, casi niña, dio un curso completo: primero preguntando cómo podría suceder la propuesta de ser la madre del Mesías, y luego ya con pleno conocimiento, definiendo con altura y belleza su aceptación: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra».

  • Marqués de Laserna es correspondiente de la R.A. de la Historia
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