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TribunaJosé Andrés Gallegos del Valle

Putin

Vladimir se formó en la seguridad de que la frontera rusa requiere al otro lado soberanías incapaces de actuar contra el dictamen del Kremlin

Actualizada 01:30

–¿Putin habla bien alemán, Wolfgang?

Mi colega responde:

–Perfectamente. Durante los años 1985 a 1990 lo perfeccionó en Dresde como miembro del KGB relacionado con la STASI. Carece de acento. Aquel Comité Para la Seguridad del Estado, al que el joven Vladimir se había adherido, fabricaba espías sin abandonar su condición de policía secreta. Recuerda que, entonces, toda la Alemania oriental seccionada por Stalin respondía al marxismo ortodoxo –el hombre nada vale frente a la sociedad que se construye– y cuantos pudieron, escaparon. Para frenarlos, sus autoridades levantaron el Muro.

En la formación de Putin –prosigue– incidió el interesante matiz que Brézhnev añadió cuando escribía que, si algunas fuerzas de un país del telón de acero empujaban su sistema nacional hacia la democracia –con Constitución sostenida por mayorías reales, libertades efectivas o propiedad y comercio privados– mientras despojaban al partido único de su papel-guía, devenían un serio problema: no sólo para su propio Estado, sino para la totalidad de las naciones comunistas. En otras palabras, Vladimir se formó en la seguridad de que la frontera rusa requiere al otro lado soberanías incapaces de actuar contra el dictamen del Kremlin. Al fin y al cabo, opina, una gran potencia tiene sus responsabilidades, que un Derecho Internacional burgués no debe aherrojar.

Cada uno de esos vocablos encierra un carro de combate. Aplastada la rebelión popular húngara de 1956 y la Primavera de Praga en 1968, la aportación doctrinal de la soberanía limitada supuso oro molido para la formación impartida por el KGB. La misma línea de pensamiento llevaba a enderezar la Polonia de Solidarność en los años 80 –cuando el hoy presidente de Rusia prestaba sus servicios en Dresde–, hacia el socialismo real, mediante acciones políticas, tramas búlgaras o la fuerza.

Con todo, en 1989 la mirada de hielo putiniana anotó que nadie detenía las multitudes de ciudadanos germano-orientales que trataron de abordar ciertos ferrocarriles dirigidos a Occidente. Los tanques rusos habrían debido intervenir, si Moscú hubiera dado la orden. Sin embargo, ninguno se atrevió a interponerse en aquella enorme oleada de pueblos que el 9 de noviembre desmanteló el Muro de Berlín y, sin saberlo, hizo perder a Putin su razón profesional de ser.

–El Canciller Kohl –digo a Wolfgang–, seguro de los valores de la CDU-CSU, tomó las riendas de la reunificación de Alemania. Después, el Tratado de Belavezha constataría que la URSS había saltado. Era el 8 de diciembre de 1991. Nosotros somos siempre el pueblo, en todo el mundo: los demócratas, los constitucionalistas en libertad. No los aprendices de brujo, ni otras minorías agentes de su propio beneficio, político y personal, frente al sistema democrático y contra la Nación.

–Sin duda –replica mi amigo– pero maquiavelos diminutos pueden concitar fuerzas dispares de la aritmética parlamentaria. Y Putin, acabado como su organización, quedó persuadido de cuatro sencillas coordenadas.

Primera: jamás debía permitirse a los pueblos decidir su propio destino, como había sucedido en Alemania: el antiguo hombre del KGB acabó con el errático descontrol de Yeltsin y en paralelo obtuvo las reformas de la Constitución rusa que en 2008 y 2020 dieron el poder a un solo hombre, Vladimir Vladimírovich Putin.

Segunda: se requiere asumir la cultura nacional, si no cabe destruirla: el rotundo triunfo de la Polonia de Lech Wałęsa sobre los planteamientos de aquel poder supone un permanente anticlímax para la estructura mental de nuestro hombre. De ahí que tomase como propios el escudo de los zares, la erección de una estatua de bronce al santo Príncipe de Kiev, el respaldo a la ley natural o el acercamiento al Patriarcado de Moscú y la Iglesia rusa. Medios para retener la hegemonía.

Tercera: protege los métodos del KGB. Entre ellos, el mundo del hampa que tan bien conoció en San Petersburgo, las camarillas de oligarcas que le deben todo, el control de los medios, o la acusación de anti-rusa a la oposición. Notables resultan hoy las caídas a la calle desde ventanas, el fallecimiento de periodistas, el desplome de aviones, el protagonismo del polonio 210 –Estrasburgo, dijo– o las acciones híbridas, también en el Reino Unido y en España: conocemos los contactos del mundo putiniano con el secesionismo en Cataluña y otros componentes híbridos de esa alegre colaboración.

Cuarta y conclusiva: el nacionalismo –tesis de gran potencia incluida– hace del control de la población una necesidad patriótica frente a la democracia, pero, sobre todo, garantiza la apoteosis de la identificación de Rusia con el Jefe del Estado. El nacionalismo, además, justifica injerencias en Bielorrusia, Armenia o Azerbaiyán, ocupaciones en Crimea y Sebastopol desde 2014 y agresiones armadas a Ucrania desde 2022. La libertad –bien manejada– hace verdadero a Putin, mientras la verdad se desvanece.

En suma, Wolfgang y yo coincidimos en que Europa respira con dos pulmones: el occidental/central y el oriental, al que pertenece Rusia, cuya cultura y vida difieren de las propuestas de Erdogán o Xi Yinping, a las que Putin se acerca sin ahorrar gestos incluso a Corea del Norte. Presenta su dictadura asiatizante como defensa militar y vende S-400 a Ankara, mientras pretende desestabilizar a los demás Estados europeos o los agrede. De esa amenaza nace la adhesión de Finlandia y pronto de Suecia a la OTAN.

El pueblo ruso desea gobiernos sólidos, no satrapías. Debe hablar en libertad. Todos los apoyos son imprescindibles, comprendidos la India y los Estados Unidos. Rusia debe ser Europa de nuevo.

  • José-Andrés Gallegos del Valle es embajador de España
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