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TribunaJosé Torné-Dombidau y Jiménez

¿Hemos dejado de ser una democracia parlamentaria?

Llama la atención la desconsideración que Pedro Sánchez y sus Ministros tienen a gala ejercer en sus contadas relaciones con las Cortes. No es ninguna noticia que a este político no le gustan las comparecencias ante los representantes del pueblo, se resiste, salvo cuando la ocasión le pone delante al jefe de la oposición

Actualizada 01:30

La pregunta no es ociosa a la vista de la transformación del sistema político democrático de 1978 que está llevando a cabo el PSOE bajo la arriesgada e imprevisible batuta de su secretario general, Pedro Sánchez. Este político, sin haber explicitado plan alguno -en este sentido- en las convocatorias electorales habidas desde 2019, pareciere que está ejecutando un designio inconfesado de cambio de régimen, llevándonos a la orilla de uno de corte cesarista, autoritario y pseudodemocrático. Un cascarón vacío.

El Estado democrático de Derecho -que afortunadamente instauró la Constitución de 1978- supone, como tal modelo, que el Poder se sujeta al Ordenamiento jurídico; que el Poder público se reparte, según el pensamiento de Montesquieu, en tres grandes ámbitos: el Poder Ejecutivo, encarnado por el Gobierno de la nación; el Poder Legislativo, representado por el Parlamento; y el Poder Judicial, radicado en los Tribunales de Justicia y en su órgano de gobierno. El marco democrático se completa con los partidos políticos, que encauzan la voluntad del pueblo, y la celebración de elecciones libres.

La democracia española, según el texto constitucional vigente, descansa en el Parlamento, de cuyo seno surge la figura del rector y cabeza del Poder Ejecutivo, el Presidente del Gobierno. Una vez investido el presidente del Gobierno y nombrado los Ministros, todos ellos responden solidariamente ante el Congreso de los Diputados, quien, mediante mayoría absoluta, puede presentar una moción de censura y destituir al Gobierno de turno.

Es, pues, el Congreso, alma de nuestro sistema político. A él le corresponde la muy esencial función de controlar al Poder Ejecutivo, órgano del Poder público del que es prudente desconfiar y tratar, por todos los medios legales, de someterlo a la Constitución y al resto del Ordenamiento jurídico. La razón de ese importantísimo control y de su sujeción al Derecho no es otra que proteger y defender el bien más preciado que posee un ciudadano frente al Poder: las libertades políticas. En democracia, a los representantes votados por los ciudadanos, reunidos en el Parlamento, les corresponde la crucial tarea de controlar, fiscalizar y censurar la labor del Presidente del Gobierno y de los Ministros, responsables todos del buen funcionamiento de las Administraciones públicas, esas organizaciones personificadas que están al servicio de la sociedad.

Por todas estas razones, todas ellas de carácter técnico-jurídico, es esencial a una democracia parlamentaria como la nuestra, así configurada originariamente por la Constitución, que el órgano que encarna el Parlamento, en España las Cortes Generales, y en concreto la Cámara baja o Congreso, observe una vida parlamentaria normal, esto es: funcione con regularidad; mantenga una actividad ininterrumpida (ni siquiera en caso de guerra); se celebren con habitualidad las correspondientes sesiones de control y las de las Comisiones legislativas, y, en todo momento, supervisen a los miembros del Poder Ejecutivo, que es el Poder que, por su inmediatez y vigoroso ejercicio de autoridad, puede lesionar con harta frecuencia y facilidad los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos.

Llama la atención, en consecuencia, la desconsideración que Pedro Sánchez y sus Ministros tienen a gala ejercer en sus contadas relaciones con las Cortes. No es ninguna noticia que a este político no le gustan las comparecencias ante los representantes del pueblo, se resiste, salvo cuando la ocasión le pone delante al jefe de la oposición. Entonces sí saca a relucir toda la perversa artillería dialéctica de que este personaje dispone y es capaz de disparar, sin miramiento alguno, con aires de autócrata chavista.

Lo demostró cuando con pretexto en la pasada pandemia vírica mantuvo cerrado el Parlamento durante meses en contra de las vigentes previsiones constitucionales, dictaminándolo así el TC. Gobernar sin control parlamentario es el sueño de todo autócrata y esa situación le resulta muy placentera a este líder socialista, aliado con comunistas de vía estrecha y corta mira, empero de muy probable daño a la 'res pública'.

Sin embargo, es sobradamente escandaloso el momento presente, cuando el Congreso permanece sin vida ni agenda bajo la polémica y sectaria presidencia de Francina Armengol (la de la Babel parlamentaria, nombrada en pago del apoyo de los separatistas a la investidura). No existe el Congreso para supervisar la acción gubernamental como mandan los cánones democráticos. Sánchez está actuando, por acción u omisión, sin rendir cuentas al Congreso, descomprometido de sus obligaciones y responsabilidades. El Parlamento español no existe.

Y termino con dos últimos comportamientos antiparlamentarios: el de Sánchez, no dando la debida réplica política y personal a Feijóo, y la impresentable actuación en el Senado de Pere Aragonés (l’enfant terrible del secesionismo catalán), que, tras su discurso, abandonó la Cámara en una insuperable lección de parlamentarismo antidemocrático. Lo dicho: ¿hemos dejado de ser una democracia parlamentaria?

  • José Torné-Dombidau y Jiménez es profesor Titular de Derecho Administrativo y presidente del Foro para la Concordia Civil
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