Presuntas heterodoxias: Borrow, Azaña, Pla
El cronista Pla nos cuenta con gracejo como Miguel Maura tiene que llevar casi a empujones a Manuel Azaña hasta la Puerta del Sol para tomar el poder a media tarde de aquel 14 de abril. «Ha llegado la hora de echarse a la calle. Vámonos, Azaña», dice Maura.
Comenzadas mis relecturas veraniegas he vuelto a tres libros que están relacionados aunque una primera impresión acaso no lo haría visible: «Historia de los heterodoxos españoles» de Marcelino Menéndez Pelayo, ilustre polígrafo que padece un eclipse que ni sus más forofos niegan; las crónicas parlamentarias de Josep Pla de 1931 a 1936, reunidas hace pocos años en un volumen con prólogo de Valentí Puig, y «La Biblia en España» de George Borrow, el hispanista británico que recorrió nuestro país a partir de 1835, y cuya obra se tradujo tardíamente al español, en 1921, en espléndida versión de Manuel Azaña.
Azaña no sólo traduce a Borrow, lo interpreta en unas páginas previas inteligentes y oportunas en su tiempo que también lo son en el nuestro. Azaña se perdió como gran escritor por su dedicación a la política. No lo reconocerán exégetas y hagiógrafos pero es meridianamente cierto. Desde sus excelentes «El jardín de los frailes» o la «Vida de don Juan Valera», que recibió en 1926 el Premio Nacional de Literatura, hasta sus «Memorias políticas y de guerra» con «La velada de Benicarló» y «Cuaderno de La Pobleta», auténticas confesiones, la pasión literaria de Azaña es un desbordamiento. Es notable su traducción del libro de viajes del cuáquero George Borrow -publicado inicialmente en 1843- que recorrió el país promoviendo la Biblia sin anotaciones en aquella España oscura. Es evidente la identificación entre traductor y autor. La costra que trató de romper Borrow en la sociedad española del XIX se propuso romperla Azaña muchos años después, sin éxito, desde la acción política.
A Borrow, llamado por sus amigos españoles «Don Jorgito el inglés», le lanza andanadas inclementes Menéndez Pelayo en sus Heterodoxos. Su erudición no disimulaba su acentuado dogmatismo. Baroja, excesivo pero claro como el agua, escribió con nula misericordia que el dogmatismo de esas páginas, entre otras, «ha dado ese carácter infecundo, mular, a la erudición española».
Josep Pla, acaso el escritor en catalán más relevante del siglo XX, fue testigo de excepción y buen ojo de la etapa republicana desde el mismo día de la proclamación de la Segunda República. Se ocupa de Azaña en no pocas de sus crónicas excelentes y es notorio que nunca le fue simpático. El cronista Pla nos cuenta con gracejo como Miguel Maura tiene que llevar casi a empujones a Manuel Azaña hasta la Puerta del Sol para tomar el poder a media tarde de aquel 14 de abril. «Ha llegado la hora de echarse a la calle. Vámonos, Azaña», dice Maura. Salen a la calle y cogen un taxi. Maura ordena al conductor: «A Gobernación», edificio del entonces Ministerio de Gobernación en la Puerta del Sol. Cuenta Pla: «A medida que se acercaban a su destino crecía la inquietud de Azaña. Al fin dijo: “¡Pero, Maura, es usted un insensato! Nos van a ametrallar. Nos acribillarán a balazos Esto es una locura». A Azaña, jurista y funcionario del Ministerio de Justicia, le parecía poco serio tomar el poder a paso de carga. Y tras unas elecciones municipales.
Maura y sus acompañantes ocupan Gobernación con creciente intranquilidad de Azaña. Sigue contándonos el cronista como Miguel Maura llama por teléfono uno a uno a los gobernadores civiles presentándose como ministro de la Gobernación del Gobierno Provisional de la República. Y cesándoles. «Mientras, Azaña, sentado enfrente, se iba tranquilizando a ojos vistas», observa Pla. A todo esto, Miguel Maura no tenía título legal alguno para actuar como ministro y en nombre de un Gobierno que tampoco existía legalmente. No resulta extraño que Azaña, legalista y burgués como a sí mismo se consideraba, o sea «gente de orden», se resistiese a llegar al poder de esa manera.
Pla considera a Azaña un ejemplo químicamente puro de ateneísta. Sobre la efectividad de los dirigentes del nuevo régimen escribe: «los grandes genios del republicanismo se las verán y se las desearán para asegurar la circulación de los tranvías». Se lamenta Pla de un Estado «considerado como un establecimiento de beneficencia formidable» porque, según él, «estamos haciendo una política de país rico», y se pregunta: «¿y quién paga todo esto?». Escribe: «los hombres se gobiernan manteniendo, sobre los intereses opuestos, una autoridad permanente».
Se ha escrito no poco sobre la causticidad de Pla para con Azaña, pero acertó en alguno de sus juicios sobre el político republicano: «La formación del bloque Azaña-socialistas se producirá fatalmente (...) El régimen se confundirá con la misma persona de Azaña durante largo tiempo». Y también vaticina: «A través de los enjuagues parlamentarios, el procedimiento para implantar esa política se convertirá en un enorme excitante de las pasiones nacionales (...) y hará correr mucha sangre». Concluye: «Lo más probable es que quede como un gran estadista... fracasado». Y esto lo escribe en su crónica del 14 de octubre de 1931.
En 1933 Pla se refiere de nuevo a Azaña: «Es un hombre que improvisa, que se abandona a la corriente más favorable, que disimula su vaciedad esencial, su falta absoluta de plan, su crónico desleimiento en el ruido y la nada parlamentarios». Según Pla olvida Azaña que «la primera finalidad de un Estado como organismo de la vida en común es evitar que se devoren mutuamente los ciudadanos». Azaña duda de todo, por eso los extremismos de la izquierda no hubieran podido desear nada mejor que «encontrarse con un Kerenski de Alcalá de Henares al frente del Gobierno». Y después, ya con un Gobierno de derechas, escribe: «El señor Azaña y sus amigos creen que por el hecho de no gobernar ellos ya no existe la República».
No pocas de estas crónicas de Pla nos suenan cercanas. Parecen escritas mirando a nuestro alrededor. Es una de las sorpresas de las relecturas.
- Juan Van-Halen es escritor. Académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando