«Señor, ¡apártate de mí, que soy un hombre pecador!»
Cuando Dios da su gracia a una persona, normalmente no le quita su debilidad, pues quiere que no se llene de soberbia y reconozca con sencillez que todo lo bueno que ha podido hacer ha sido por intervención divina
Cuando Simón Pedro se da cuenta de la grandeza de Cristo con motivo de la pesca milagrosa, su primera reacción es pedirle a Jesús que se aparte de él, porque es un hombre pecador. Es la reacción natural de alguien consciente de sus propios límites y que no quiere engañar a nadie: no va a ser capaz de estar cerca del Maestro, pues no cuenta con las cualidades necesarias. Pero Jesús no hace caso de la advertencia del pescador y le invita a que le siga para convertirse en pescador de hombres.
A todos nos ocurre lo mismo, cuando comprobamos la desproporción entre lo que Dios nos pide y nuestras pobres fuerzas; pensamos que no estamos llamados a cosas grandes porque Dios nos hizo muy pequeños. Creemos que los santos fueron seres excepcionales, dotados de grandes virtudes desde el seno materno con los que Dios siempre puede contar. Pero nada más lejos de la realidad, pues el Señor precisamente elige a los débiles para confundir a los poderosos y hacer ver así que todo es gracia. Cuando Dios da su gracia a una persona, normalmente no le quita su debilidad, pues quiere que no se llene de soberbia y reconozca con sencillez que todo lo bueno que ha podido hacer ha sido por intervención divina y no por la capacidad humana.
Nunca nuestra debilidad puede ser excusa para no corresponder a la llamada divina: «Es que soy muy mayor, es que estoy enfermo, es que no estoy preparado…», suelen ser excusas para no confiar el poder de Cristo y quedarnos instalados en nuestra comodidad o nuestra cobardía. Cuando oímos hablar de las grandes cosas que Dios hace en la historia de los hombres a través de su Iglesia, deberíamos preguntarnos cuál es mi puesto en esa batalla que cada día se libra entre el bien y el mal, entre la tiniebla y la luz para poder ponernos a disposición de la voluntad divina y poder decirle a Cristo que cuente con nosotros.
Todos estamos llamados a cosas grandes aunque aparentemente sean pequeñas, pues no hay mayor grandeza que perseverar en el amor, sacrificarse cada día en silencio por aquellos que nos necesitan, permanecer fieles en nuestro sitio sin afán de protagonismo, dejar que nuestra vida se vaya gastando en silencio en el servicio a otros que jamás nos agradecerán. En definitiva, Jesús quiere que seamos pescadores de hombres por la caridad y la perseverancia en el amor.