«Perrihijos» y compañeros de piso
No tengo nada contra la protección de otras especies, si es que deben ser protegidas, pero sí que tengo, y mucho, contra el desprecio de la vida humana
Hay veces que me pregunto acerca de la oportunidad de escribir acerca de determinadas declaraciones, de hechos que han sucedido ya hace unos días y que han sido tratados por prácticamente todos los medios de comunicación, en un sentido o en otro, y sobre los que los lectores pueden estar ya un poco cansados.
Una vez y otra llego a la misma conclusión, que les aseguro que no es una autojustificación. Hay temas que son tan importantes, y que están siendo tan manipulados, o sobre los que se van dejando caer pequeñas cargas de profundidad para que vayan generando un ruido constante que cada vez, a lo pesar de lo disparatado, se va haciendo más habitual, más normalizado, que sobre ellos es necesario volver a tiempo y a destiempo. Para que a todos aquellos que les parece que es una descomunal falta de sentido común, no piensen que se están volviendo locos, o que son los únicos a los que les parece tal cosa. El que se está volviendo loco es el mundo que nos rodea que quiere hacer pasar por normal lo que no lo es en absoluto.
Traigo hoy aquí dos cuestiones de esas que pasaron hace unos días y sobre las que parece que hay que correr un tupido (y estúpido) velo hasta que el ambiente sea más proclive y vuelvan a la carga.
Llama la atención, por el exceso en lo burdo que es el hecho en sí, que el mismo día el Congreso de los Diputados reconociese los derechos de los animales mientras se los negaba a los no nacidos, que para algunos no deben tener ninguna consideración. No tengo nada contra la protección de otras especies, si es que deben ser protegidas, pero sí que tengo y mucho contra el desprecio de la vida humana. Que lo es desde la concepción. Y también contra que algunos quieran decidir, como siempre, quien merece vivir y quien no.
Todo esto en un contexto social de animalismo desaforado. El otro día, más o menos en fechas coincidentes, caía en mis manos un reportaje de una revista gallega sobre las parejas que no querían tener hijos y llamaban familia a la convivencia con sus mascotas. De ahí «perrihijos». Pues qué quieren que les diga. Apreciando mucho a las mascotas y no deseándoles mal alguno, no tienen ni punto de comparación con los hijos. Ni lo tendrán. Y no tiene nada que ver que los hijos nos den más alegrías o disgustos. El hecho es que unos son personas, y mis hijos, o los suyos, y lo otro son animales.
Y unos días más tarde, la segunda en el ministerio de Irene Montero (no tengo el menor interés en recordar el nombre de la Secretaria de Estado de Igualdad, ni en que vds. lo recuerden) nos sacudió anunciando el desfase, lo obsoleto de la consideración de la unidad familiar y que esta era perfectamente equiparable a la relación entre los compañeros de piso. «Una sociedad en la que la familia natural se ha superado por la vía de los hechos» decía. Y se quedó tan satisfecha.
Esto es así porque, en su desfachatez, saben muy bien aquello de que una mentira repetida mil veces,… Han venido a cambiar las cosas, a peor, y tienen prisa porque se les acaba el tiempo.
Por eso, a la pregunta que me hago en ocasiones, la respuesta es que a tiempo y a destiempo, hay que recordar y hay que denunciar las barbaridades y las mentiras que se nos quieren imponer. Porque lo cierto es que lo que nos une a nuestras familias es mucho más, más profundo, más perdurable y mejor que lo que puedo compartir con un compañero de piso, que, en ocasiones, dura mucho menos de un curso académico.
- Carmen Fernández de la Cigoña Cantero, directora del Instituto CEU de Estudios de la Familia