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Arnaud Imatz

Arnaud Imatz

El Debate de las Ideas

Derribando muros de silencio. Una entrevista con Arnaud Imatz

Arnaud Imatz es historiador y uno de los más destacados hispanistas franceses. Su último libro publicado en España es «Resistir a lo políticamente correcto en la historia. Hitos para un conocimiento no contaminado por la ideología globalista» (Editorial Actas), donde aborda un sinfín de cuestiones. Hablamos con él sobre esta valiente y documentada obra.

–Estamos ante el libro de una vida, un libro en el que llama la atención la amplia variedad de temáticas que abordas y la vasta bibliografía a la que haces referencia, exponiendo con amplitud lo que se ha dicho sobre un tema hasta ahora.

–Hoy en día es un modo de abordar las cuestiones muy poco habitual, efectivamente. Dices que es el libro de toda una vida, y en cierta forma lo es. Porque en el fondo, lo que pretendo es hacer un acto de transmisión. Transmitir un conocimiento adquirido con muchas lecturas durante décadas de estudio, y también la transmisión de una experiencia, porque he conocido a muchas personas relevantes a lo largo de mi vida.

No pretendo ser perfectamente objetivo en el sentido de una objetividad dura como el acero, que no existe nunca, pero sí intento siempre ser riguroso, honesto y cito mis fuentes. Luego el lector puede leer o no las citas, pero ahí están.

–Esta actitud es tan poco habitual que incluso llegas a dar voz a quienes defienden tesis que no son las tuyas.

–Yo creo que hay que actuar así. Es lo que me enseñaron cuando hice mis estudios universitarios. Es la forma de actuar de un historiador de las ideas o de un politólogo serio.

–A lo largo del libro queda clara tu intención de desmontar la versión oficial de tantas cuestiones, que muchas veces son de una indigencia total. ¿Qué hay de estupidez y qué de intereses creados?

–Yo estoy convencido de que tenemos un patrimonio histórico cultural. Y como bien decía Churchill, las naciones que pierden su historia no tienen futuro. Por eso intento contrarrestar todo un tipo de argumentaciones que no son más que reflejo de una militancia. Llevamos ya mucho tiempo sufriendo la ideologización de la historia, no es sólo de ahora. Lo hizo el jacobinismo liberal en Francia durante décadas. Y desde luego el marxismo. Hablando de la Revolución Francesa, tuvimos que esperar a 1989, que además de la caída del Muro de Berlín fue el bicentenario de la Revolución Francesa, para que por fin en la universidad se abrieran brechas en el muro que habían construido los historiadores jacobinos y marxistas. Tuvimos que esperar hasta 1989 para poder decir que, por ejemplo, 1793 era ya previsible a partir de 1789, algo que no se podía decir antes porque la revolución era «un bloque» que no se podía criticar so pena de expulsión o marginación de la universidad.

Otra ruptura muy importante fue la aparición del Libro negro del comunismo. En la universidad francesa, para poder hablar libremente y sin riesgo profesional del comunismo tuvimos que esperar hasta 1997. Incluso entonces, Lionel Jospin, antiguo trotskista y en ese momento jefe del Gobierno, se levantó en la Asamblea Nacional en defensa del Partido Comunista, argumentando que tenía un pasado de resistentes… ¡pero en realidad habían sido resistentes a partir de la invasión de Rusia! Antes habían colaborado con los nazis; el gran enemigo en aquella época para los comunistas eran los ingleses y el capitalismo, pues argumentaban que, al fin y al cabo, los nazis eran también anticapitalistas. Ahora sabemos que lo que nos contaron durante años de 50.000 resistentes muertos en Francia, en realidad fueron algo más de 4.000, y por supuesto no todos eran comunistas.

Otro ejemplo fue el de Stanley Payne, que tuvo que aguantar una omertá de 40 años. Primero publicó un libro sobre la Falange en los años 60 en Ruedo ibérico, pero luego, como cambió de opinión, lo silenciaron por completo. Ya en los años 2000 conseguí que finalmente su libro 40 preguntas fundamentales sobre la Guerra civil fuera publicado en Francia.

–Para un veterano en romper muros de silencio, ¿crees que esas brechas de las que hablabas siguen abriéndose?

Yo creo que sí, y no es sólo ahora, con la elección de Trump, sino que ya empezó hace unos años. La batalla cultural no está ganada, pero hay posibilidades que no teníamos antes. Además, no sabemos por dónde va a evolucionar el mundo. En la historia nunca se puede descartar lo imprevisible… aunque luego, a posteriori, lo explicamos todo muy bien.

–El libro empieza fijando la mirada en la Revolución francesa y las múltiples interpretaciones que se han hecho de ella, ¿por qué sigue siendo aquella revolución tan determinante hoy en día?

Es precisamente por la propaganda, por la instrumentalización del tema que se ha hecho durante décadas y décadas. La convirtieron en un mito, un proceso por el que, se nos decía, el pueblo se emancipó de la jerarquía para implantar la igualdad. Primero fue instrumentalizada por los jacobinos, y luego por los marxistas, que gozaban de una situación absolutamente hegemónica en la universidad o en el CNRS. Si tú no estabas en la línea marxista quedabas excluido.

–De hecho, grandes intelectuales se vieron obligados a hacer su carrera desde fuera de la academia.

–Desde luego. Mira Julien Freund, uno de nuestros sociólogos más importantes, que estuvo totalmente marginado. O Jules Monnerot, que cometió el crimen de lesa majestad de ser uno de los primeros en decir que el comunismo marxista era una religión secular. En las cátedras en aquella época se decía que mejor vale estar equivocados con Sartre que acertar con Aron.

–Cuando abordas cuestiones como el liberalismo o el nacionalismo lo haces definiendo y matizando mucho el concepto que expresan, mostrando que es muy frecuente que bajo la misma palabra se expresen significados diferentes

–El problema es que, en muchas ocasiones, ya no se sabe de qué se habla. En el caso del liberalismo Carlo Gambescia hizo un trabajo muy interesante porque demuestra que hay en realidad cuatro liberalismos muy diferentes. Esto hay que tomarlo en cuenta. Otro tanto ocurre con el nacionalismo, donde hay que distinguir, por ejemplo, entre el nacionalismo cívico de Habermas y un nacionalismo histórico que habla de la importancia del apego y del arraigo. Una nación necesita un cierto consentimiento, pero no la sostiene sólo la voluntad común. Necesita también recuerdos del pasado. También le dedico un capítulo al fascismo, porque el fascismo hoy en día es un insulto, la descalificación final hacia quien no estás de acuerdo, pero en realidad todos los especialistas se dan cuenta de que hay diferencias entre los fascismos, entre el fascismo italiano que depende de la tradición del Risorgimento y del hegelianismo, y el antisemitismo, racismo e irracionalismo del nazismo. Esta tarea de definir bien es un poco como luchar contra molinos, como Don Quijote, pero creo que es el deber del historiador de las ideas.

–Hablando de nacionalismo, después de unos años en los que parecía que íbamos hacia una situación en la cual los Estados-nación se iban a diluir en entidades supranacionales, ahora parece que estamos viviendo un regreso con fuerza de esos Estados-nación, ¿te parece que esto obedece a una tendencia profunda o que por el contrario es un fenómeno transitorio?

–Creo que, en cierta forma, los europeos hemos vivido en un espejismo. ¿Alguien fuera de Europa ha creído alguna vez sinceramente que estaba despareciendo el Estado-nación? Nosotros, en Europa, hemos sido los únicos en creerlo. Y ahora regresa el realismo en las relaciones internacionales. La Alianza de las Civilizaciones la hemos soñado porque la hemos querido soñar, pero en los otros países han sabido siempre que era eso, una simple ensoñación. O sea, en Europa podemos hablar de la vuelta del Estado-Nación, pero en el resto del mundo nunca desapareció.

–De Gaulle tiene una importancia grande en tu biografía intelectual. Te refieres a él como alguien mitificado pero traicionado al mismo tiempo. ¿Qué queda hoy de De Gaulle?

–De Gaulle encarna un ejemplo de moralidad y de honestidad. Tras él hemos tenido presidentes cada vez más mediocres, demostrando que la capacidad de superación por abajo no tiene límite. Lo que más impresiona es lo que voy a llamar la gesta de De Gaulle, porque empezó con su exilio en Inglaterra con solamente 1.200 personas. No sólo se enfrentó a Pétain, sino a Roosevelt, que le impuso a Giraud porque en realidad los norteamericanos jugaron siempre a dos bandas, con él y con Pétain. Los norteamericanos, al final de la guerra, tenían intención de establecer un protectorado en Francia y habían incluso impreso billetes que iban a sustituir el franco. De Gaulle se plantó y se opuso a estos planes. Y luego consiguió que Francia fuera miembro del Consejo de Seguridad, para posteriormente hacer la descolonización que la IV República no había sido capaz de hacer. Aquí hizo cosas mal, abandonando a los pied-noirs y a los harkis, pero al fin y al cabo hizo la descolonización. Además, fue uno de los primeros en alertar sobre el problema de inmigración, diciendo del pueblo donde tenía una residencia que Colombey-les-Deux-Eglises nunca debe convertirse en Colombey-les-Deux-Mosquées. Introdujo la elección del presidente de la República por sufragio universal y siempre elogió la herencia de la Europa cristiana. Luego tuvo las agallas de rechazar tanto el dominio de la Unión Soviética como el de los Estados Unidos, saliendo de la OTAN en 1966. Desarrolló el arma nuclear y, en una apuesta visionaria, eligió el «todo nuclear» para la producción de energía eléctrica. Y ya en el plano interno instauró la participación de los empleados en los beneficios de la empresa o introdujo el sufragio femenino, que en España se instauró en 1931 con Clara Campoamor, pero que en Francia sólo se obtuvo después de la Segunda Guerra Mundial. De Gaulle quiso siempre conciliar la idea nacional con la justicia social. Y para acabar, era un personaje icónico, era un señor.

–Abordas también Mayo del 68, del que fuiste testigo, ¿qué balance haces de esta revolución de jóvenes opulentos?

–Estaban todos en contra del orden, de la moral, de la jerarquía, de la tradición… y además eran todos anticapitalistas. ¿Y luego qué pasó? Pues que todos se precipitaron a los pasillos del poder, dando forma a la alianza entre el espíritu revolucionario y el espíritu burgués bohemio.

Odiaban la identidad nacional, pero han acabado, como me decía Dalmacio Negro, obsesionados por micro identidades. Es muy gracioso.

–Dedicas algunos capítulos a hablar de autores importantes dentro de la escuela del realismo en política internacional. Con la llegada de Trump a la presidencia de Estados Unidos se habla de un regreso de ese realismo, ¿es así o se recurre a ese concepto para justificar lo que nos conviene en cada momento?

Es que si presentas el realismo como una actitud de fuerza y violencia… pero el realismo no es eso. El realismo es partir de los hechos, aceptarlos y actuar desde ahí y no partir de una visión utópica.

–Dedicas un capítulo a analizar la dicotomía derecha/izquierda, un tema que tú has estudiado mucho. ¿Crees que sigue siendo válida hoy en día?

–Bueno, escribí un libro sobre esto que considero quizás mi libro más importante. La división electoral derecha/izquierda apenas existe desde hace un siglo o como mucho siglo y medio. En realidad, hay dos visiones. Una que considera que esta división siempre ha existido y siempre existirá: siempre habrá dicotomía entre, por ejemplo, igualdad y jerarquía. Pero también hay una visión no esencialista, sino más bien histórica, que advierte de que si tomamos los grandes temas (antisemitismo, racismo, colonialismo, nacionalismo, ecologismo, antiparlamentarismo, tecnocracia…) se encuentran en ciertas épocas en la izquierda, y en otras épocas en la derecha, es como un baile constante. Yo creo que es difícil decir que derecha e izquierda son inmutables para siempre.

Hoy en día muchos piensan que la nueva división ya no es derecha/izquierda, sino la que existe entre los que defienden la soberanía y la identidad de sus pueblos y naciones y los que defienden una gobernanza mundial. Esta idea es rechazada, claro está, por la élite en el poder, que prefiere denunciar toda forma de populismo como una demagogia. Pero el populismo es también el grito del que está harto de la manipulación de sus élites, y esto siempre ha existido.

–En el último bloque de temática española, te detienes en Donoso Cortés, del que se suele destacar su recepción en Alemania, pero que fue muy influyente en la Francia de su tiempo.

–Sí, se habla mucho de Donoso y Carl Schmitt, pero su fama europea empezó en Francia, a través de su amigo Louis Veuillot, que tradujo sus obras. No olvidemos que tuvo un funeral de Estado en Francia. Tuvo tanto impacto en Francia que incluso de algunos de sus discursos se imprimieron 15.000 ejemplares. Lo leían Proudhon, el zar Nicolás, Metternich, con quien se intercambiaba correspondencia, y Napoleón III le preguntaba su opinión. Era todo un personaje. Se codeaba en el salón literario de Madame Swetchine con la flor y nata del catolicismo francés, desde Tocqueville a Chateaubriand, pasando por Montalambert o Lacordaire.

–Dedicas un capítulo a José Antonio, de quien ya escribiste en su día una importante biografía. ¿Crees posible liberarlo de la imagen caricaturesca que se ha impuesto desde hace décadas?

–Con ocasión de la publicación de mi libro José Antonio, entre odio y amor, publiqué en su día un artículo titulado José Antonio, ce méconnu, que no es tanto ese desconocido como ese mal conocido. Es lo que sigo pensando hoy en día. José Antonio es víctima de la narrativa de los simpatizantes del Frente Popular por un lado y, por otro, de su imagen de icono del franquismo.

José Antonio pretendía una síntesis de lo bueno de la derecha y de la izquierda, reformando por ejemplo el sector agrario, pero sin acabar con la propiedad. Quería la justicia social para poder volver a la supremacía de lo espiritual. En el fondo está muy cercano a las ideas de los no conformistas franceses, de personalistas como Mounier, pero también de Eamon de Valera, el presidente de la República irlandesa, e incluso de De Gaulle. José Antonio no era hegeliano, como los fascistas italianos, ni pagano, como los autores de la revolución conservadora alemana, y menos aún antisemita o racista, pues era profundamente católico. Basta leer su testamento para hacerse una idea. Cuando uno lee su testamento se da cuenta de que no es el supuesto violento obsesionado con la fuerza.

–Sobre la Guerra Civil española, tú has sido responsable de la publicación en Francia de muchos autores que han ido apareciendo en los últimos años con una visión crítica y diferente de la oficial.

–Aquí también que se ha roto otro de esos muros de silencio. Lo importante en la historia es que haya debate. Lo que pretenden quienes están en el poder es impedir todo debate. Pero esto, con la Guerra Civil, ya no es posible. No sólo son ya Stanley Payne o Pío Moa, sino que hay muchísimos historiadores (y aquí destacaría la labor del CEU), son fácilmente una veintena que nos ofrecen una visión alternativa a la que la izquierda quiere imponer. Esta reacción de estos historiadores españoles ha sido para mí como un auténtico balón de oxígeno. Basta citar a los grandes protagonistas o grandes de la época (Ortega, Unamuno, Pérez de Ayala, Marañón, Lerroux, Sánchez Albornoz, Madariaga, o incluso Besteiro, el único socialista de relieve que no era bolchevique) y uno entiende que la mayor responsabilidad la tienen figuras como Largo Caballero, Alcalá Zamora o Azaña, o que la responsabilidad del Partido Socialista es aplastante. Les duele cuando se explica que la legalidad democrática fue destruida por el Frente Popular y que esto provocó la sublevación, pero fue así. Los hechos son los hechos, y no se pueden esconder eternamente.

–Y sin embargo, Pedro Sánchez redobla esfuerzos para imponer, desde el poder, su visión maniquea de Franco y el franquismo. ¿A qué crees que se debe esta obsesión?

–Los socialistas han abandonado la defensa de la justicia social, de los obreros. Como han aceptado lo que antes decían odiar, es decir, el capitalismo, sólo les queda la cultura para asegurarse la alianza de la extrema izquierda. Es por esto por lo que constantemente remueven la Guerra civil y la división, pues cuanto más se divide una sociedad, menos capaz es de reaccionar. Camille Desmoulins decía que los tiranos torpes usan las bayonetas, pero que los tiranos hábiles usan las leyes.

–Estás promoviendo la publicación en Francia de numerosos libros contra la leyenda negra y a ella le dedicas también otro capítulo, ¿crees que se la puede realmente derrotar?

–Es efectivamente otro de los temas que me han interesado. También conseguí que se publicaran, sobre Al-Andalus, los libros de Rafael Sánchez Saus, de Serafín Fanjul o de Darío Fernández Morera, pues éste es un uno de los pilares de la leyenda negra. Los otros pilares son la Inquisición, que dicen que provocó centenares de miles de víctimas, cuando sabemos que fueron entre 1.500 y 4.000, y cuando por otro lado hubo 50.000 mujeres acusadas de brujería y quemadas en los países alemanes; la leyenda de España como el único país de Europa que expulsó de manera brutal a los judíos, cuando ya habían sido expulsados de casi todos los reinos; y finalmente la historia de América. La propaganda indigenista habla de 100 millones de muertos, cuando la población total era mucho menor. Por eso precisamente he publicado en Francia el libro de Marcelo Gullo, Nada por lo que pedir perdón, que ha sido un gran éxito.

Lo peor de la leyenda negra es que se la tragaran los españoles, por lo menos las élites. Es una pena, pero en este caso creo que la verdad se está abriendo paso.

–Quiero acabar con una pregunta personal: ¿por qué ese interés tan grande en la historia de España por parte de un francés?

–En realidad, no es tan extraño, porque nací justo en la frontera. He vivido muchos años a cincuenta metros de España. En mi juventud cruzaba a nado el río y me iba a España a jugar con los amigos. Además, he vivido en un ambiente cultural muy favorable a España porque mis antepasados eran vascos, vasco hablantes, que combinaban ser muy patriotas franceses con querer mucho a España, donde tenían muchos amigos. Mi abuelo materno era carlista, francés pero carlista. En la otra rama de mi familia mi abuelo paterno era un militar de la derecha republicana francesa, uno de los suboficiales más condecorados en la Primera Guerra Mundial, y él también quería mucho a España. De forma igual a Obélix, yo también caí en un caldero, el del amor a España.

Luego, durante mis años universitarios, me interesé por la historia de España. Hice dos tesinas, una sobre Vitoria y luego otra sobre Suárez. A continuación, mi director de tesis me propuso venir a España y hacer una tesis doctoral sobre la prensa española en el momento de la apertura del franquismo. En España empecé a leer sobre José Antonio y me di cuenta de que había cosas que no cuadraban, que había que investigar mucho más. Así que convencí a mi director de tesis y lo convencí para investigar sobre el pensamiento de José Antonio Primo de Rivera. Luego me dediqué a estudiar a Ortega y Gasset, a Donoso Cortés, la Guerra Civil… y desde entonces toda mi trayectoria ha estado vinculada a España.

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