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05 de septiembre de 2024

Dibujo para El ojo de Goliat

Dibujo para El ojo de GoliatAndrea Reyes

'El ojo de Goliat' vive en las entrañas

Las narrativas que contienen varios niveles, varios planos, varias lecturas en una, son las más interesantes. Incluso cuando quizá no las tengan, pero desde el otro lado su vivencia deja un poso que sigue girando en torno a ellas. El ojo de Goliat recorre espacios y almas angustiosas donde la neblina, la identidad, los traumas y los demonios pueden salir a la luz

«A los faros situados en alta mar se los llama ‘infiernos’; después vienen los ‘purgatorios’, más cercanos a la costa; y, por último, los ‘paraísos’, construidos en tierra firme. El ojo de Goliat es la vanguardia de los primeros. El ‘infierno de los infiernos’. Pero usted, por lo que sé, ya estuvo en un lugar semejante, el frente occidental...».

Portada ojo-goliat

Las Afueras (2024). 232 Páginas

El ojo de Goliat

Diego Muzzio

Lo sublime es un concepto que deja exhausto. Cima estética del Romanticismo, consistía en una mezcla de belleza y terror extremos, «éxtasis» que podría ser causado, por ejemplo, por la contemplación de un mar embravecido, como en los cuadros de Turner. No solamente los pintores se entregaron a su búsqueda y transmisión, filósofos como Longino, Burke o Schiller dedicaron tratados a su estudio. Y no es para menos: quizá la existencia merezca la pena por momentos así y vivir signifique sentirse vivos/as.

La editorial Las Afueras suele incluir, en la franja coloreada de sus cubiertas, un breve extracto de la historia que contiene. Las cinco sutiles líneas que aparecen en El ojo de Goliat me evocaron una de las vivencias más extrañas e intensas que he tenido ante una expresión artística. Leí esas cinco líneas, que no son nada, que no deberían poder decir apenas nada y sin embargo te encogen, y volví a principios de 2020, a la salida de un cine que no recuerdo cuál era, solamente que estaba próximo a una calle concurrida y que era invierno. Volví a mis pasos dubitativos, alucinados, a caminar junto a David, sin saber qué decirnos mientras nos aproximábamos a esa calle concurrida y nos íbamos sintiendo a cada paso más molestos, más incómodos. La idea era cenar, tras ver aquella película.

No fuimos a cenar.

Cada uno regresó a su casa, inmersos en esa incomodidad visceral.

La película era El faro, coprotagonizada por Willem Dafoe y Robert Pattinson. Nunca antes, y tampoco nunca después, he experimentado algo así. No olvidaré ese sentimiento de agarrotamiento y desamparo que tanto se me asemeja al concepto de lo sublime y que, pese a su cierta solemnidad, no está sin embargo exento de humor: ¿Estuve ante una obra maestra o ante una tomadura de pelo? Ante otras películas, como también pinturas o libros, he tenido esa perpleja y contradictoria sensación.

Regresando al motivo protagonista de este texto, el caso es que esas cinco líneas sobre rojo –El albatros negro gira alrededor del faro... En cada circunvalación su ojo izquierdo parece abismarse en un odio antiguo…– supusieron un intenso viaje al pasado que me hizo dudar si abrir o no el libro. (Me gustaría, esta vez, poder cenar tranquila).

Por supuesto lo abrí y lo leí, y me encantó.

Tres partes lo componen: la primera, El nadador psicótico, nos introduce al doctor Edward Pierce y el St. Bartholomew Sanatorium de Edimburgo, que dirige, hasta la llegada del que será el nuevo paciente, el joven David Bradley, traumatizado por una experiencia en el faro «El ojo de Goliat» (Ushuaia, Argentina) a mediados de ese año, 1922. Sucesos ordenados, contextualización de la psiquiatría, tono sosegado, narración sencilla que va abriendo la intriga.

En la segunda parte, Diario del ingeniero David Bradley, lenta e inexorablemente aparece la congoja intuida, la asfixia, durante las semanas que Bradley pasa solo en el faro. Siempre que un viaje va a durar solamente dos o tres días, uno ya sabe que al personaje le espera una agonía. La estrechez, el ruido constante de las aves, la progresiva falta de alimento y agua, la desazón de que nadie acuda a buscarlo cuando estaba previsto. «Mi escritura temblorosa se vuelve extraña, desconocida, como si otro redactara las frases. A pesar de todo, escribir me mantiene ocupado. Escribir y caminar alrededor del faro. Un condenado en una celda a cielo abierto». Bradley lee el diario de Evans, el anterior habitante del faro, lee sus informes y también sus pesadillas y delirios, y leer el diario de Bradley se va convirtiendo en leer el de Evans; leer el diario de Goliat, ese infierno de los infiernos, con el gran albatros negro sobrevolando la cordura.

Su insistencia por amarrarla: él es un hombre práctico, racional, metódico, repite mucho que es práctico, racional, metódico, imposible haber cometido según qué despistes, qué equivocaciones, qué absurdas reacciones. La pérdida de la noción del tiempo, los cangrejos rojos, la tumba de Evans llevada por el mar (¿y si nunca estuvo ahí?, deliramos nosotros), el albatros dando vueltas a la linterna del faro… y los recuerdos de la guerra. Una máscara de gas regresando a su presente insistentemente. El infierno de los infiernos ante una lectura desasosegante provocada por una escritura estupenda.

La tercera parte, El caos y la noche, se aleja del faro y su claustrofóbica tormenta y devuelve el protagonismo a Pierce en la compleja tarea de curar a Bradley, de ahondar en el motivo real de su enajenación, y también su emocionado intento de publicar un libro acerca del caso y su trabajo de hipnosis. Entre páginas, mientras tanto, su propio Mr. Hyde asoma discretamente, y leer los demonios de Bradley se va convirtiendo en leer los demonios de Pierce. Cada capítulo, cada parte, va matizando las anteriores y desenmascarando ese rincón de la psique que todo ser humano esconde al mundo y, especialmente, a sí mismo.

Y si tal vez, deliramos nosotros, Goliat pudiese ser un faro que devoró la razón y la verdad a dos hombres pero fuera, sobre todo, una metáfora de un mismo tipo de mal.

Salir de una historia de faros vuelve a provocar –afortunadamente, de forma más llevadera– un recogimiento, una suspensión meditativa, la gratificante sensación de no haber realizado un viaje indiferente, vacuo; algo te ha traspasado y ha dejado dentro una huella, una sombra.

Leer el diario de Evans es leer el diario de Bradley es leer el diario de Pierce. Leer el diario de Goliat, ese infierno de los infiernos, con el gran albatros negro sobrevolando la cordura.

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