Fundado en 1910
Céline en 1932

Céline en 1932Agencia Meurisse. Biblioteca Nacional de Francia

‘Viaje al fin de la noche’: el escritor que halló la gran literatura entre las sombras de la vida

Procaz y duro censor de la condición humana, Céline nos ofrece un friso de su agónica existencia, y lo hace sin dejar títere con cabeza

Lo primero que se me ocurre decir sobre Louis-Ferdinand Céline es que no es un autor para todos los públicos. Es más, diría que, pese a ser considerado por muchos el novelista francés más importante del siglo XX junto a Marcel Proust, es un escritor para muy pocos. Y, aunque cueste creerlo, podríamos pensar que ni siquiera es autor para ciertas editoriales que publican sus libros.

Cubierta de Viaje al final de la noche

Traducción de Carlos Manzano
Edhasa-Quinteto (2002). 608 páginas

Viaje al fin de la noche

Louis-Ferdinand Céline

Ahí está, por ejemplo, la editorial Quinteto-Edhasa, en la que he releído Viaje al fin de la noche, donde se despacha la biografía de Céline con un párrafo corto y cicatero en el que se resalta «su antisemitismo y filonacismo» [sic] y «su lenguaje violentamente satírico, rupturista e incluso obsceno». Y termina diciendo –barrunto que tal vez festejándolo– que sus otras novelas no tuvieron tanto éxito.

En ningún momento se le ocurrió al autor o la autora de dicho párrafo añadir que el libro que se han tomado la molestia de editar, Viaje al fin de la noche, publicado por primera vez en 1932, es una obra imprescindible en la narrativa del siglo XX, un icono cultural que rezuma calidad literaria y que, pese a que Céline era un outsider, un francotirador malhumorado y misántropo que no hacía camarilla con nadie, dejó una herencia literaria que han aprovechado grandes escritores, léase Henry Miller, Charles Bukowski, Kurt Vonnegut o Michel Houellebecq, por no hablar de la Generación Beatnik. Viaje al fin de la noche, lo diré ya, es la gema literaria de un clásico moderno, una rareza atemporal que no deja indiferente a nadie.

¿Por qué se le niega, pues, el pan y la sal a un escritor de indudable talento que abrió nuevos cauces literarios? Pues porque, en efecto, cayó como tantos (Knut Hamsun, Martin Heidegger, Robert Brasillach…) en el desatino de apoyar el nazismo cuando este campaba a sus anchas en Europa, tal como dejó constancia en sus panfletos antisemitas: Las bellas sábanas (1931), Bagatelas por una masacre (1937) y La escuela de los cadáveres (1938).

Tres libros detestables, por supuesto, que no merecen defensa alguna. Ahora bien, el lector avezado que sepa separar al escritor de la persona deberá leer, antes o después, Viaje al fin de la noche, una novela semiautobiográfica y descarnada en la que el escritor francés, a través de su alter ego Ferdinand Bardamu, deja indómito testimonio de sus estancias erráticas en diversos escenarios: en la Primera Guerra Mundial, donde resultó malherido; en las colonias en África, donde sufrió unas fiebres insoportables; en su admirada América, de la que regresó escaldado tras desempeñar un trabajo mecánico y alienante en una fábrica de Ford; y en los arrabales de París, donde se estableció a duras penas para ejercer como médico de barrio y donde era estimado —oh, sorpresa— por su amabilidad y predisposición con sus pacientes, a los que a veces ni siquiera les cobraba.

Procaz y duro censor de la condición humana, Céline nos ofrece un friso de su agónica existencia, y lo hace sin dejar títere con cabeza. Su prosa, sintácticamente transgresora y de marcado coloquialismo, huérfana de retórica y plagada de abrumadoras reflexiones filosóficas, nos hipnotiza con su oralidad desde el inicio («La cosa empezó así») para que descendamos a su vera al estercolero del siglo XX, ese periodo convulso y en muchos momentos deshumanizado que merecía ser contado sin eufemismos ni circunloquios.

«Todo lo interesante ocurre en la sombra, no cabe duda», escribió el autor. Y a eso nos convoca en esta novela: a agazaparnos entre las sombras para observar esa ruindad humana que no parece tener límites.

Héroe en la Primera Guerra Mundial y villano en la Segunda (apoyó el régimen nazi de Vichy), Céline es, metafóricamente hablando, enterrado y desenterrado una y otra vez desde su muerte, en 1961. Siempre habrá escritores que den la cara por él (recordemos El descrédito, viajes narrativos en torno a Louis-Ferdinand Céline, Lupercalia, 2013, coordinado por Vicente Muñoz Álvarez y Julio César Álvarez), o los artículos de Mario Vargas Llosa, que tachó al autor de Muerte a crédito o Rigodón como «el último escritor maldito que produjo Francia». Una Francia que no sabe qué hacer con él, si subirlo a los altares o enviarlo al patíbulo.

Por lo que a mí respecta, Louis-Ferdinand Céline seguirá siendo ese escritor sombrío, enfrentado al mundo y a sí mismo, genuino y genial, que nos enseñó que la vida es un trágico viaje al fin de la noche.

comentarios

Más de Libros

tracking