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César Wonenburger
César Wonenburger

El opio de Pablo Casals

Al cumplirse hoy 50 años del fallecimiento de uno de los intérpretes más destacados del siglo XX, recordamos los beneficios que la música puede aportar en una vida prolongada

Actualizada 04:30

El músico catalán Pablo Casals

El músico catalán Pablo Casals

Si los políticos de todos los países tuvieran algún tipo de interés real en procurar el bienestar de la gente, se encargarían de que la música ocupase un lugar central en sus vidas. La mastodóntica factura destinada por la Seguridad Social a sufragar el consumo de ansiolíticos entre la atribulada población se evaporaría como por arte de magia si en lugar de propiciar el surgimiento de auténticos ejércitos de zombies, las autoridades sanitarias, cooperadoras necesarias en el proceso activo de «anestesia colectiva» (fondo y raíz de tantos comportamientos y actitudes contemporáneas), prescribieran, por ejemplo, como receta esencial, pertinentes dosis diarias de J. S. Bach.

En Anatomy of an Illness (dudo si se ha traducido al español, pero si se respeta el original debería hallarse como Anatomía de una enfermedad), Norman Cousins, un señor que logró curarse de una supuesta grave dolencia de esas que llevan rápidamente a la tumba, dedica un capítulo a establecer la posible relación entre «Creatividad y Longevidad», inspirado en lo que él mismo pudo apreciar durante una visita al violonchelista Pablo Casals, durante la última etapa consumida en su refugio caribeño.

Casals, de cuyo tránsito al otro barrio se cumplen hoy, justamente, cincuenta años, vivió en Puerto Rico largos periodos de su fascinante biografía. Nacido en Vendrell (Tarragona) en 1876, su madre, hija de catalanes que habían hecho las Américas, se crio en Borinquén antes de regresar a España. Así que el hombre que le otorgó buena parte de su esplendor al violonchelo, un instrumento que nunca había gozado de la misma consideración que el piano o el violín, erigió en la «tierra de los valientes señores» su propio asilo contra las tropelías humanas, e hizo lo más sensato que un hombre puede realizar durante sus últimos años: buscar un pedazo de tierra cerca del mar y del sol.

La amistad con Juan Ramón Jiménez

En la misma isla donde también halló consuelo Juan Ramón Jiménez, Casals alcanzó casi la centuria. Cuando la parca por fin llegó, tenía 96 años. Poco antes de los 90, Cousins acudió a verlo hallándolo en no muy buena forma: nada más levantarse, se vestía con dificultad. Sufría las consecuencias de un enfisema y supuestamente tenía artritis. Caminaba encorvado, con la cabeza vencida hacia delante, valiéndose de un bastón, y sus manos y dedos parecían seriamente agarrotados.

Pero entonces, el autor de El pesebre se ponía delante del piano para tocar alguna de las piezas de su compositor de cabecera, ese J. S. Bach que le acompañaría siempre desde niño, justo antes de desayunar. De acuerdo con el escritor, en ese instante «los dedos de Casals se abrían, su espalda se enderezaba, y hasta parecía respirar más libremente». Luego seguía Brahms, y «sus dedos, ahora ágiles y poderosos, corrían a través del teclado con sorprendente velocidad. Todo su cuerpo parecía fundirse con la música; ya no semejaba rígido y encogido sino flexible y elegante, completamente liberado de sus achaques de artritis».

Concluida su primera ración diaria, Casals se alzaba «más firme y alto que antes», ya dispuesto a zamparse el desayuno de excelente humor, «conversaba animadamente y, finalizado el pequeño almuerzo, se marchaba para dar un paseo por la playa». El relato de Cousins me recuerda aquello que de manera más sucinta, pero no menos descriptiva, cantaba el salsero Elíades Ochoa en una célebre canción El paralítico, con su pegadizo estribillo: «Tira la muleta y el bastón y podrás bailar el son». El efecto es parejo.

Efectivamente, menos pastillitas y más música. Tratándose de Casals, que tanto grabó durante su prolífica carrera, sugeriría comenzar por la integral de las suites de Bach para su instrumento, que registró entre Londres y París a lo largo de tres años, en un periodo prolongando desde 1936 a 1939. No hay que añadir que para muchos aquellos discos supusieron un deslumbramiento, más allá de la novedosa interpretación, que promovía una nueva aproximación al instrumento, un estilo cálido y directo, si no de las propias obras, tan poco conocidas entonces. El propio Casals, en 1956, declaró que esta era su versión preferida, porque «aunque el tono no era tan brillante», le parecía más «fiel». Búsquenlas. Para recluirse en una isla desierta, no haría falta mucho más.

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